miércoles, 5 de junio de 2013

VIOLENCIA SIMBOLICA Y VIOLENCIA REAL

En las últimas semanas recrudeció la violencia verbal del arco opositor. Un terremoto de injurias y calumnias conmovió la vida política. Tuvo su epicentro en la prensa opositora y se manifestó en los demás ámbitos políticos, en especial en el Congreso Nacional. ¿Por qué esta furia?
 
Por  Eric Calcagno y Alfredo Eric Calcagno

 Cuando un grupo político, social o económico siente que está perdiendo sus antiguos privilegios, renacen en él sus atavismos. Entonces pasan a primer plano los instintos primarios, de los que resultan dos emociones fundamentales: el miedo, que es defensivo, y la cólera, que es agresiva. Ahora el establishment está desesperado y lo expresa con furia. Es lógico que actúe así: está fuera del Gobierno, se les evaporaron muchos negocios y, además, carecen de la cultura de sus antecesores de la vieja oligarquía.
 
El Gobierno y la oposición. Antes, el establishment no tenía dificultades para mantenerse en el gobierno, aunque les faltaran los votos. Primero fue el fraude electoral y las proscripciones; después recurrieron a los golpes militares; a Alfonsín lo derrocaron con un golpe de mercado; después de 2003 intentaron repetir las corridas bancarias; con las elecciones de 2009 quisieron desestabilizar mediante la sanción de leyes por el Grupo A... Mientras tanto, el Gobierno moviliza a las capacidades del Estado para ejecutar el modelo de desarrollo con inclusión social.
Por el contrario, los actos de la oposición son iniciativas virtuales, pues casi siempre consisten en ataques a las acciones del Gobierno, sin propuestas concretas para resolver los problemas. Tratan de impedir, de sabotear o de criticar, según los casos; pero la acción estatal igual existe. No pueden contestarle con actos políticos de igual jerarquía que los contradigan, porque no legislan ni dictan decretos; sólo tienen, en algunos casos, la posibilidad de dificultar su ejecución por vía judicial.
 
La violencia simbólica. Este modo de actuar del establishment no es original. Ha sido llamado “violencia simbólica” por el sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien lo define como “todo poder que logra imponer ciertos significados como legítimos, disimulando las relaciones de fuerzas que los imponen”. Continúa Bourdieu: es una violencia, porque “se traduce por una imposición, un poder”; es simbólica, porque “lo que se impone son significados, relaciones de sentido”; es arbitraria porque “refuerza la desigualdad” (por ejemplo, incluye y excluye de modo arbitrario a grupos sociales, pero afirma que esta discriminación es aceptada por todos).
En definitiva, “permite la institucionalización de un poder desconocido, que logra imponer como legítimos ciertos significados y afirmaciones, ocultando las relaciones de fuerzas que están en su base”. Tiene varias características. Ante todo, quienes la sufren ignoran que están siendo manipulados y adoptan una actitud pasiva de consentimiento implícito. Es comprensible: “Los dominados sólo disponen, para pensar esta dominación, de las categorías de pensamiento de los dominadores”.
Sostiene Bourdieu que la violencia simbólica señala la ubicación de cada grupo social en su actividad, y que esta violencia no es consciente para quien la sufre. No se apoya en una relación entre personas sino en una dominación estructural, que resulta de los capitales materiales y culturales que posea cada uno. Además, genera violencia, porque no es percibida por los agentes; es fuente de un sentimiento de inferioridad o de insignificancia que se sufre y que no es objetivo. Concluye Bourdieu: “La violencia simbólica se instaura por medio de la acción pedagógica, pero también por toda institución legítima, como la televisión, el cine, los diarios”.
Como lo ha sostenido Maurice Godelier, la historia demuestra que en los procesos de dominación, más que la violencia directa ejercida por los dominadores, ha influido el consentimiento de los dominados. “El consentimiento es la parte del poder que los dominados agregan a la que los dominantes ejercen directamente sobre ellos.” Puede agregarse que en muchos casos, ese consentimiento es el producto de la “violencia simbólica”.
Un problema fundamental es el que surge del deslizamiento de la “violencia simbólica” a la “violencia real”. Ésta ha sido una de las mayores tragedias de la historia argentina y latinoamericana. Para que se entienda mejor, veamos tres ejemplos.
Comencemos en la época de auge de las conquistas coloniales, con la violencia simbólica que consistía en considerar a los indios o negros como seres subhumanos. Entonces, en muchos casos, la violencia real los exterminó; y hubo quienes sostuvieron que no se violaba el mandamiento de “no matar”, que se refería sólo a los humanos.
Sigamos con la violencia simbólica contra la mujer, a la que se ubicaba en una jerarquía humana y social inferior a la del hombre. Luego, a través de los siglos, la violencia real le negó la mayor parte de los derechos civiles y políticos.
Con respecto a la participación popular en el gobierno, durante mucho tiempo la violencia simbólica se opuso al voto de la mayoría de la población, porque no reunía las condiciones de riqueza o de instrucción necesarios (en verdad, porque representaban a otros grupos sociales). La violencia real, muchas veces los proscribió formalmente o cometió fraudes electorales o golpes de Estado para arrebatarles el gobierno que ganaban por elecciones.
 
Conclusiones: odio y desgaste. El recrudecimiento de la violencia simbólica provocado por la oposición muestra un cambio de táctica. Ahora, el eje de la propaganda consiste en denuncias sobre corrupción, que se formulan sin ninguna prueba; y así lo reconocen: “Yo denuncio, después la Justicia investigará”. Decenas de miles de personas escuchan, leen o ven, denuncias descomunales de corrupción, sin la menor prueba, que al cabo de un par de semanas desaparecen de los medios de comunicación; y son reemplazadas por otras denuncias, igualmente escandalosas y falsas; pero este martilleo constante produce una sensación de descrédito público sobre ciertos políticos, que repercute sobre su partido y sobre el gobierno. Al cabo de meses o años, la Justicia resuelve que no existe ninguna irregularidad; pero ya la denuncia inicial se ha olvidado y sólo ha quedado la sospecha de ladrón sobre el político o el gobierno al que se quiere hundir. Es una infamia no sangrienta, análoga al de “en algo estaría metido”, con la que se estigmatizaba a los desaparecidos durante la dictadura. Con igual ruindad y sin ninguna razón, ahora se afirma: “Algo habrán robado” …
El establishment corporativo y partidario no trata de realizar acciones tangibles, sino de provocar una sensación, de generar un estado de opinión pública para que la gente crea que el Gobierno ha fracasado en la obtención de sus objetivos; son actos desmentidos por la realidad, pero apoyados por sus medios de comunicación. Su objetivo es desgastar al Gobierno.
Han llegado a un hallazgo que hubiera enriquecido las tesis de Bourdieu: crearon la “violencia imaginaria”, que nunca existió pero que tiene efectos mediáticos. Primero dan una información falsa (por ejemplo, que el Gobierno va a producir un determinado acto de gobierno, cosa que no es cierta); en seguida, la denuncian, oponiéndose; después proclaman que no se tomó esa medida por su impugnación. Así se anotan un supuesto triunfo en contra del Gobierno, al que ellos denunciaron; y, si pueden, trazan un paralelo del acto falso que ellos inventaron, con alguno aplicado por algún gobierno detestable.
Esta situación objetiva está fuertemente influida por otro problema subjetivo: cada presunto candidato está desesperado por ser el jefe de la oposición. Entonces, rivalizan: quien demuestre más furia, se colocará mejor en el ranking. No se discuten programas de gobierno sino quién encabeza la tabla del odiómetro. De allí la multiplicación de las injurias y la absoluta carencia de ideas.
Frente a esa ofensiva, el Gobierno exhibe ante la opinión pública sus logros. Parafraseando a Groucho Marx, la pregunta al ciudadano común podría ser: ¿a quién va a creerle usted, a lo que dicen Clarín, La Nación y los presuntos candidatos opositores o a sus propios ojos?
 
Fuente: Miradas al Sur.

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