martes, 25 de junio de 2013

"BUENOS AIRES PERDIO LA GRACIA QUE TENIA"

Sara Facio, testigo de varias épocas. Unos días antes de celebrar los 40 años de su editorial, reflexiona sobre el rol del fotoperiodista, añora la Buenos Aires bohemia que conoció y recuerda a María Elena Walsh, su compañera por más de treinta años.
 
Por Florencia Guerrero
 
Esta señora nació para desafiar. A su época, primero, a un mundo hecho por y para hombres, luego. También a la semiología, desde que tomó una cámara allá por la década del ’50. En esos inicios como testigo fotográfica, Sara Facio luchó por que aquel “haber estado allí” que detalló largamente Christian Metz como un pasado sepia, se volviera presente continuo. Sólo entonces, sus evocaciones sobre Julio Cortázar, Pablo Neruda, Manuel Mujica Lainez, entre otros, no perderían vigencia.

“La foto da vida a los personajes, en la medida en que te deja algo de ellos”, explicará la “directora y cadete” de Editorial La Azotea, un emprendimiento propio que este año cumple 40 años como escaparate de los grandes exponentes locales y latinoamericanos. La editorial es una oficina blanca como el infinito de una foto, que la entretiene estos años en los que ya no cuenta con su gran compañera, María Elena Walsh.
 
La primera luz que Sara vio en su vida fue en 1932 en San Isidro, donde creció como una de los tres hijos del criollo Florencio Facio y de Anita Paraveccia, hija de inmigrantes sicilianos. “Siempre soñé con ser independiente, así que en cuanto terminé Bellas Artes, concursé una beca para ir a Europa. Recién cuando supe que había ganado, les dije a mis padres que me iba. En ese viaje me compré la primera cámara, desde entonces soy fotógrafa”, confiesa quien años después creó de la Fotogalería del Teatro San Martín, entre otras cosas.

–¿Cómo sobrevive una editorial de fotografía en tiempos en los que prima lo digital?
–Es muy difícil. La Azotea sobrevive porque soy cabeza dura y amo la fotografía. Por algo no hay en el mundo muchas editoriales de este tipo. Hay que tener capital y trabajar mucho, yo soy mi propio cadete. Hago los libros, los reparto, les pongo el cuerpo. 

–¿Tiene celular con camarita?
–No me llevo con esas cosas. Igualmente me parece fantástico que toda la gente quiera sacar fotos, este es un medio que nació para que todo el mundo lo use.

–¿Cuánto cambió el trabajo de fotoperiodista desde sus tiempos?
–Hoy la cosa es más vertiginosa. El problema es que para sentir que su trabajo es respetado los fotógrafos tienen que mandar sus trabajos a concursos internacionales. Eso me da escalofríos.

–Cuando retrató a los grandes escritores argentinos, ¿pensó que esa impresión contaría a la posteridad cómo eran?
–Nunca acepté retratar gente en poses graciosas, no me gusta la gente que sale sacando la lengua. En vez de eso me interesé por el carácter de los personajes, pero no imaginé que los niños de hoy, que nunca los vieron, pudieran descifrar en mi Cortázar al hombre misterioso que quise retratar y que en verdad era.

–¿Le pasó que el retratado no quedara conforme con el trabajo?
–¡Infinidad de veces! Lo que pasa es que no tenemos la imagen actual de nosotros mismos. Yo misma me veo como era hace seis años, es imposible cambiar eso. 

–¿Es verdad que a los 22 años dudó en ser reportera gráfica por sus faltas de ortografía?
–Sí, qué vergüenza. Cuando el director de la revista El Hogar me invitó a participar, me embalé, pero después le dije que no podía porque escribía con errores. “No se aflija, lo que importa es lo que dice”, me respondió. Entonces me contó que él guardaba muchos originales de Roberto Arlt, de Aguafuertes porteñas, plagados de errores. Está mal decirlo, pero eso me animó.

–¿Cómo recuerda sus primeras armas en un mundo de hombres como lo era el periodismo?
–Cuando volví de Europa estudié en el Foto Club Buenos Aires y de allí me ofrecieron publicar en La Prensa, pero la condición era no cobrar y no firmar la nota por ser mujer. Un disparate que no acepté. ¿Cuándo fue fácil ser mujer?

–¿Por eso demoró tantos años en aceptar que la entrevisten?
–Siempre creí que mi función estaba en sacar fotos y que ellas hablaran por mí. En su momento, María Elena cumplió perfectamente con la función de ser quien daba la cara.

–¿Hizo alguna vez fotos sociales?
–¡Pero claro! Ahí empezó mi fortuna (risas). Así empecé, y me di cuenta de que podía vivir de la fotografía.

–¿Buenos Aires perdió la bohemia que amaban en su tiempo?
–Definitivamente y en todos los casos. Ya no se reúnen los escritores, ni los pintores, ni los músicos. Tampoco se escriben cartas. Ahora la gente se esconde en Internet. Buenos Aires perdió la gracia que tenía.

–En 1966 hizo las imágenes de Humanario, un libro basado en el Borda y el Moyano. ¿Qué opina sobre el abandono en el que viven aún los internos de los neuropsiquiátricos?
–En ese tiempo usaba mi cámara como escudo porque fue uno de los trabajos más fuertes que me tocó enfrentar. Ahora veo los informes sobre lo que pasa hoy y no puedo creer que sigan sin ocuparse.

–La semana pasada ese marco fue testigo de la agresión a mucha gente, entre ellos colegas. ¿El periodismo se volvió una profesión de riesgo?
–Vivimos un tiempo de mucha violencia, antes un periodista mostraba su identificación y no lo tocaban, hoy le pegan porque puede registrar cosas que prefieren ocultar. 

–Usted registró el velorio de Juan Domingo Perón. ¿Qué le impactó?
–Cuando murió Perón la gente parecía huérfana. No había euforia, ni grandilocuencia. Allí había una congoja que no volví a ver nunca más.
Santa Sarita. Así la llamó María Elena Walsh en Fantasmas en el parque, publicado en 2008, donde además escribió: “Sara no tiene nada de hermana. Es mi gran amor que no se desgasta, sino que se convierte en perfecta compañía”. Sara fue además esa mujer con la que nunca tuvo hijos, por decisión propia.

Ahora no lo admitirá, pero María Elena fue una de las causas por las que Facio dejó de hacer fotos. Primero por los años de enfermedad en los que no la dejó ni a sol ni a sombra, ahora para dedicarse full time a armar el archivo que guardará la memoria de ambas. “Dejo todo para que se legalice y se pueda armar una fundación con el nombre de María Elena”, explica, mientras aspira a que la Justicia termine con el juicio sucesorio que frena sus aspiraciones hace años.

–¿Le molestó que María Elena hablara de usted como su gran amor?
–Me sorprendió mucho. Siempre nos cuidamos mutuamente, por el respeto infinito que sentimos. En ese momento le pregunté si estaba segura de publicar esa frase y me dijo que sí, porque ella sentía eso.

–¿Cómo han sido estos años sin ella?
–Un poco solitarios, porque por más que tengo amigas muy buenas, gente muy querida que me acompaña y me sostiene, no es lo mismo vivir sin ella.

–Usted llevaba años sola. ¿No le costó empezar a vivir con alguien?
–No. Las dos siempre fuimos muy independientes. Cada una tenía sus tareas en la casa. Creo que nos complementamos bien, más allá de ser dos mujeres de mucho carácter y enormes diferencias.

–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo en nuestra manera de vivir los recuerdos. Desde hace unos años digitalizo mi biblioteca para donarla al Museo Nacional de Bellas Artes, también trabajo para que los programas de María Elena queden en un formato legible. Todo eso ella lo tenía tirado por ahí. No guardaba nada.

–¿Cuándo pensó en empezar a guardar los registros?
–Cuando se es joven uno no piensa en guardar lo que hace. Después, el tiempo, la enfermedad de María Elena y mis propios achaques me llevaron a pensar en que yo también me voy a ir.

–¿Cómo sería un retrato de la mujer que fotografió a casi todos?
–Debería mostrar a una mujer con palabra, con fuerza y que se pone feliz cuando a los demás les gusta lo que hace. Ojo, tengo amigos a los que sé que mi trabajo no les atrae, el arte es así, no me molesta, yo los quiero igual.
 
Fuente: Revista Veintitrés
 

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