domingo, 24 de febrero de 2013

LA ESMA Y LA BANALIDAD DEL MAL

Una recorrida por el casino de oficiales, donde los marinos convivían las 24 horas con sus víctimas.
 
Por Raúl Arcomano 
 
    
Me quedo mirando el largo pasillo con puertas a ambos lados y pienso en El resplandor, el libro de Stephen King. Recuerdo las perturbadoras imágenes de la película de Stanley Kubrick: un nene recorriendo en su triciclo los pasillos de un enorme y vacío hotel con un pasado fantasmagórico. Acá las habitaciones están numeradas y por azar entro en la 56: veo un baño derruido y una habitación de cuatro por cuatro que parece de un alojamiento venido a menos. Pero esto no es un hotel: estoy en el primer piso del casino de oficiales de la ex Escuela de Mecánica de la Armada (Esma). Acá el terror no fue una ficción: fue real y cotidiano durante siete años. Recorro en silencio las entrañas del centro clandestino de detención más grande de la última dictadura, por el que pasaron unos cinco mil detenidos-desaparecidos. La experiencia es angustiante. Durante las tres horas que dura la visita no puedo dejar de pensar en una cosa: que un centenar de oficiales de la Marina pasaban las 24 horas del día allí, en las 75 habitaciones dobles del primer y segundo piso. Dormían allí mientras abajo, en el sótano, o arriba, en Capucha y Capuchita, cientos de militantes eran recluidos, hambreados, humillados, torturados y exterminados. Quizá Pilar Calveiro se refería a situaciones de este tipo cuando habló del “proceso de burocratización” de la maquinaria del terror: una cierta rutina que naturalizaba las atrocidades.
Como una Caronte moderna, Celeste Abrevaya nos lleva por las sombras del infierno. Es una de las guías del Espacio Memoria y Derechos Humanos, que funciona en el predio de la ex Esma. Son 17 hectáreas que recuperó el Estado en 2007: desde ese entonces, más de veinte mil personas han hecho este recorrido. Le pregunto a Celeste cómo fue la convivencia de los marinos con sus detenidos. Me cuenta una anécdota que lleva al paroxismo la relación opresor-oprimido. Es sobre Rubén Jacinto Delfín Chamorro, el director de la Esma en los primeros años de la dictadura. “Tenía una habitación dentro del casino de oficiales que era como una casita. Hasta venía los fines de semana con su mujer y su hija más chica”, dice. La adolescente tuvo el raro privilegio de festejar su cumpleaños de quince en la Esma. Algunos sobrevivientes recuerdan haber comido las sobras de la celebración.
El casino es una gran casa de tres pisos, con sótano y altillo, en los que se alojaba la alta oficialidad. Fue el núcleo duro de la represión en la Esma. Gracias al testimonio de los menos de 300 sobrevivientes, se supo cómo funcionó durante la dictadura. Todos los espacios están hoy vacíos. No hay reconstrucción que reproduzca su funcionamiento como centro clandestino de detención y exterminio. Sólo hay carteles con información, testimonios y planos. Desde el hall de entrada se ve El Dorado. Es un salón de unos 35 metros donde se planificaban los secuestros y las acciones represivas. Tenía planos de la ciudad de Buenos Aires y una serie de despachos para los oficiales y los auxiliares de Inteligencia. Un puesto de guardia controlaba con cámaras todos los movimientos de la Pecera, que estaba en el tercer piso. Y llegó a haber una central telefónica en un antiguo baño: desde allí algunos detenidos pudieron llamar a sus familiares. Toda la estructura del casino fue reformada en 1979, previo a la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh). Hasta se llegó a “escondder” detenidos a una isla cedida por la Iglesia Católica. El lugar se llamaba El silencio. Su historia fue contada en un libro del mismo nombre, escrito por el periodista Horacio Verbitsky.
 
Capucha y Capuchita. La recorrida por las mazmorras sigue por el sótano. Bajamos. Los techos son bajos, de hormigón. El sofocón que siento, y que percibo en mis compañeros de visita, no es sólo por la humedad y el calor. Casi la totalidad de los detenidos ingresó a la Esma por acá. Recibían allí su primer interrogatorio y primera sesión de tortura. De este lugar se hacían los “traslados”. La solución final pensada por los marinos: los vuelos de la muerte. Los detenidos eran sacados por el pasillo principal del sótano, al que los marinos llamaban “la avenida de la felicidad”. Los subían por una escalera a un playón, y de allí a Aeroparque. Antes se les inyectaba una dosis de Pentotal, un tranquilizante. Pentonaval, le decían los marinos. En el sótano era usual que se escucharan la radio y la TV a todo volumen. A veces ese volumen bajaba: la tensión eléctrica bajaba cuando se picaneaba.
Seguimos. Subimos al tercer piso, a Capucha. Techos a dos aguas, poca luz, vigas de metal. Una sobreviviente lo definió bien: “La soledad total, lo más cercano al infierno”. Otra dijo: “Es en Capucha donde se toma real conciencia de que el contacto con el mundo exterior ya no existirá más”. En Capucha había unos 35 cubículos donde eran recluidos los secuestrados. Los marinos los llamaban “camarotes”. Los detenidos estaban separados entre sí con una madera de un metro de alto: no se podían ver y no podían hablar con quien estuviera al lado. Y debían estar sentados con los pies hacia la pared y la cabeza de espaldas al pasillo. Pese a los controles, había pequeños actos de resistencia: contar un chiste, cantar, dar una caricia. En el lugar también hubo unas ocho celdas, más grandes que los cubículos. En una de ellas estuvo detenida más de un año Norma Arrostito, la líder montonera.
Al lado de Capucha había dos habitaciones que funcionaron como “maternidad”. Chamorro se jactaba de tener “la Sardá, pero de la izquierda”. Se alojaba a las detenidas embarazadas de más de siete meses y las tenían allí hasta que parían. Se estima que allí nacieron 35 bebés en cautiverio. Calveiro señala que con la maternidad se cerraba el círculo de poder de los marinos: decidían quién moría y quién nacía. Dar muerte y dar vida. Una omnipotencia virtualmente divina.
Justo a continuación estaba el Pañol: el depósito en el que se guardaban todos los bienes saqueados a los secuestrados. En la Esma estaban muy aferrados a sus alegorías marinas: pañol se le dice a la bodega de los grandes buques navales. En ese lugar luego se armó la Pecera: la redacción en la que hacían trabajo esclavo para Massera muchos de los detenidos. Muestra de la rapiña de los marinos: la biblioteca se armó con libros robados, con teletipos traídas de Cancillería y con el archivo del diario Noticias, de Montoneros. Avanzamos un piso más por una escalera angosta y empinada y llegamos a Capuchita. Es un altillo no muy grande. Se siente olor a humedad. Es el último lugar de reclusión, destinado a otras fuerzas de seguridad: Prefectura, Aeronáutica, Servicio de Inteligencia Naval. Había dos salas de tortura y cuchetas. Poca ventilación y luz natural. En una de las paredes se lee: “Mónica/Fe”. La inscripción tiene una serie de puntos alrededor: el equipo que preserva las instalaciones lo hizo en varias paredes del casino, para drenar la humedad y proteger las marcas.
 
La rutina del crimen. Termino la recorrida y no dejo de pensar en los verdugos viviendo día y noche con sus víctimas. Al igual que en la Esma, la mayoría de los centros clandestinos se ubicaron en las dependencias de las fuerzas armadas y de seguridad. Con un control institucional: operados por su personal. La modalidad represiva del Estado no fue un hecho aislado. No fue un exceso de grupos fuera de control. Fue –según Pilar Calveiro– una “tecnología represiva adoptada racional y centralizadamente”.
Calveiro es doctora en Ciencias Políticas egresada de la Universidad Nacional de México. Estuvo detenida en la Esma. Fue liberada y se exilió. Escribió un libro fundamental: Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina. Analiza allí que “en la larga cadena de mandos cada subordinado es un ejecutor parcial, que carece de control sobre el proceso en su conjunto”. En consecuencia, las acciones se fragmentan y las responsabilidades se diluyen. “Las cabezas dan unas órdenes con las que no toman contacto. Los ejecutores se sienten piezas de una complicadísima maquinaria que no controlan y que puede destruirlos.” Pienso: ¿Así los oficiales y suboficiales pudieron convivir en medio de una masacre implementada metódicamente?
Quien también investigó el tema fue el investigador del Conicet y profesor de la UBA Hugo Vezzetti. Lo hizo en el libro Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina. Vezzetti sostiene que el papel y la responsabilidad de la “gente corriente” no pueden ser eludidos en un examen de las relaciones entre dictadura y sociedad. “Muchos –escribió– brindaron una participación necesaria pero subordinada, obsecuente incluso, en funciones menores dentro del aparato estatal, en las fuerzas armadas y de seguridad y en instituciones públicas diversas”.
“Quizá la mayoría de los perpetradores eran gente ordinaria, parte de una burocracia que realizaba su trabajo con empeño rutinario, empujados por motivaciones y cálculos igualmente ordinarios. Algo que es más intranquilizador que la imagen de verdugos depravados y disociados de la gente ‘común’”, aporta Vezzetti. A esto se refería la filósofa alemana Hanna Arendt cuando alumbró la teoría de la “banalidad del mal”, mientras cubría el juicio al jerarca nazi Adolf Eichman para la revista New Yorker, en 1963. De esa experiencia salió el libro Eichmann en Jerusalén. En síntesis, lo que sostiene allí Arendt es que Adolf Eichmann no era un monstruo o un enfermo mental, sino que actuó como un burócrata al que le importaba más cumplir con sus superiores que analizar las consecuencias de sus actos. No había en sus actos –según Arendt– un sentimiento de bien o mal. No era inocente, todo lo contrario. Pero era un operario dentro de un sistema de exterminio. Su teoría sigue siendo polémica. Dice Vezzetti: “Claramente el mal ejercido en la escala monstruosa de las ‘masacres administradas’ nunca es banal, pero en una gran proporción es llevada a cabo por sujetos mediocres y en sí mismos insignificantes”.
Tres horas después abandono el casino de oficiales. Camino hacia el Cuatro Columnas, nombre con el que se conoce al edificio símbolo de la Esma, el que da a la avenida Libertador. En la puerta principal varios chicos de primaria van y vienen. Uno le regala a un compañero un diminuto librito azul: es una Constitución nacional. Cruzo el patio interno del edificio y lo último que veo son las imágenes que logró rescatar Víctor Basterra mientras estaba detenido. Las fotos de los detenidos ilegales que salvó del olvido: rostros en blanco y negro, con la mirada perdida y un aura de indefensión. La mayoría continúan desaparecidos.
Cruzo el gran patio de honor y me viene a la mente una cita del filósofo y lingüista búlgaro Tzvetan Todorov: “Los muertos demandan a los vivos: recordadlo todo y contadlo. No solamente para combatir los campos sino también para que nuestra vida, al dejar de sí una huella, conserve su sentido.”
 
• EN EL JUICIO HAY 17 MARINOS ACUSADOS
La causa Esma es la segunda en importancia desde el juzgamiento a las juntas militares. El juicio lo lleva adelante el Tribunal Oral Federal Nº 5, a cargo de Ricardo Farías, Daniel Obligado y Oscar Hergott. Originalmente eran parte de este juicio 19 imputados, la mayoría de ellos ex miembros del grupo de tareas 3.3.2. Por razones de salud, se suspendió el proceso para los imputados Néstor Omar Savio y Carlos Orlando Generoso. Continúa el proceso entonces para 17 acusados, entre los que están: Alfredo Astiz, Jorge El Tigre Acosta, Juan Antonio Piraña Azic, Ricardo Miguel Sérpico Cavallo, Adolfo Gerónimo Donda Tiguel y Jorge Carlos Ruger Radice. “El grupo, si bien estaba al inicio integrado exclusivamente por miembros de la Armada, pronto incorporó para las labores de represión encomendadas a funcionarios de la Policía Federal, Servicio Penitenciario, Prefectura Naval y el Ejército, lo que explica el apoyo decidido y expreso de los altos mandos de la Armada, y en particular del almirante Emilio Massera. Esto demuestra claramente la colaboración de las distintas fuerzas como forma de operativizar el plan sistemático de exterminio”, informa un documento del Cels.
 
• CÓMO HACER PARA VISITAR EL PREDIO
Las visitas al casino de oficiales son guiadas, con una duración de dos horas aproximadamente. En ellas se relata cómo fue el funcionamiento del lugar en el marco del sistema represivo, el contexto político, social, cultural y económico. Además, hay medidas de seguridad con el fin de preservar sus instalaciones. Es que todo el casino de oficiales es prueba material en las causas judiciales que se vienen realizando en el ámbito federal. Las visitas guiadas se deben solicitar por teléfono al 4704.5525. O por mail a: espacioparala memoria@buenosaires.gov.ar o espacioparalamemoria@anm.jus.gov.ar
 
Fuente: Miradas al Sur.

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