miércoles, 15 de agosto de 2012

MI VECINO EL ACTOR

Por Leandro Filozof.

Son más de 2.500 personas organizadas en 45 grupos. Teatro Comunitario, arte en crecimiento.

Están acostumbrados a disfrazarse. Día tras día se ponen el traje de médicos, contadores, profesores o, también, de desocupados. Viven a pocas cuadras los unos de los otros, aunque, por lo general, ni se cruzan. Sin embargo, hay unos pocos días en la semana que encuentran su realidad. Se visten con ropas ajenas, cambian sus nombres, su color de pelo y su manera de hablar. Se suben a un escenario junto a sus vecinos y dejan de tener un rótulo. Alzan la voz en conjunto, cantan o intercambian diálogos. Se vuelven iguales, pares. Son parte de las 2.500 personas que forman una movida llamada teatro comunitario –teatro hecho por vecinos– que surgió hace más de veinte años y que hoy forma una red de más de cuarenta grupos que abarca toda la Argentina.

El teatro comunitario es un teatro hecho por vecinos, no por actores profesionales. Sus espectáculos (shows que en su mayoría los acompañan desde sus inicios, más otros nuevos que se van creando) por lo general cuentan a su manera y según su visión la historia de su barrio, de la ciudad o del país. En estas obras, pueden llegar a compartir el escenario muchísimas personas. Su historia se remonta a 1983, año en que surgió el Motepo –Movimiento de Teatro Popular–, un conjunto de artistas que decidió salir, después de la dictadura, a recuperar la calle. El primero en surgir fue Catalinas Sur de La Boca: “Veníamos del estado de sitio y hacer teatro en una plaza era decir ‘volvamos a ocupar nuestro espacio’ –cuenta Adhemar Bianchi, creador y director de Catalinas–. Ahora es la recuperación como lugar de vida y no de tránsito o de inseguridad. Si en una plaza tenés teatro, no hay delito. Es importante en esta misma línea que la ministra de Seguridad, Nilda Garré, nos haya convocado a participar en las mesas de los distintos barrios para pensar cómo, colectivamente, ocupamos el espacio público. Es importante que los grupos de teatro comunitario trabajen con las organizaciones, la cultura no es solamente el arte de elite.” Hoy, 28 años después de su gestación, Catalinas tiene su propio teatro, El Galpón de Catalinas Sur, y está integrado por 300 vecinos. En su obra más emblemática, El fulgor argentino –un viaje por cien años de la historia argentina, que desde que se estrenó ya convocó a más de cien mil espectadores–, un centenar de vecinos canta y actúa, y son acompañados de una orquesta y de muñecos gigantes. Pero no sólo en este grupo el movimiento crece y crece: “Ahora se acerca mucha más gente, pero de manera más distribuida –afirma Bianchi–. Antes nos llegaban noventa personas a nosotros, pero ahora hay treinta en cada barrio”. Esto se explica por el constante surgimiento de nuevos grupos de teatro comunitario en distintos barrios de la Capital y provincias del país. A medida que se van creando pasan a ser parte de la red de teatro comunitario. Pero, eso sí, tienen que cumplir al menos dos requisitos: que sean más de veinte y que hayan estrenado ya alguna obra. Hoy conforman una red de 45 grupos en la Argentina, con más de 2.500 vecinos actuando. “La red empieza a funcionar en el 2002 –aclara Edith Scher, directora del grupo Matemurga, de Villa Crespo–. Hace mucho tiempo que los conozco a Adhemar y a Ricardo (N. de R.: Ricardo Talento, creador del grupo Circuito Cultural de Barracas) y siempre buscaron no ser los únicos. Por un lado ellos hicieron una gestión con la carpa cultural del Gobierno de la Ciudad en ese entonces para que más gente se acercara a esta modalidad de teatro. Derivó en que mucha gente se interesara y armara, luego, un grupo en su barrio. Pero, a la vez, se dio también por la situación que atravesaba el país y por una necesidad fuerte de la gente de juntarse y de construir.”

Desde que se creó, la red de teatro comunitario tuvo ocho encuentros, y este año no va a ser la excepción: “En la provincia de Buenos Aires, en octubre, se juntaron personas de varios pueblos de la zona para contar la historia del distrito, el partido de Rivadavia –cuenta Scher–. Es un hito histórico lo que está sucediendo ahí. Son 200 personas que van a utilizar un pueblo fantasma que se llama San Mauricio como escenario. Y vamos a ir delegaciones de todos los grupos del país.” A la par, funcionan subredes entre los grupos más próximos, que se juntan con más frecuencia.

Surgido en 1996, el Circuito Cultural Barracas es también un histórico del teatro comunitario. Corina Busquiazo, codirectora de El casamiento de Anita y Mirko, uno de los espectáculos que hoy están en cartelera, explica la significación de ser parte del movimiento: “No hablamos de una creación individual sino con otros y hacia otros. Eso es de lo que uno se sigue maravillando y lo que obliga a pensar en el cómo, el dónde, el para qué y, sobre todo, en por qué no lo encontramos en otras prácticas”.

“El eje es el arte que tiene un valor intrínseco –explica Scher–. Te lleva todo el tiempo a imaginar otros mundos posibles, transformarte en otras cosas. Y en este caso es junto con otros, ese imaginarnos juntos, el hacer que tu cuerpo atraviese una situación creativa junto a muchos otros, es tremendamente transformador.” Y esta unidad, cuenta Busquiazo, no establece diferencias: “En Barracas, están los vecinos de Montes de Oca, de clase media, con los de Barracas al fondo y los de más al fondo, que es la villa, y se juntan todos, y eso es lo transformador. Hay sesenta personas de distintas edades, de distintas realidades sociales, culturales, cambiándose, compartiendo un lugar. El que no terminó la secundaria está junto con el antropólogo o el desocupado”.

“Uno de los trabajos que hacemos es la integración –enfatiza Bianchi–. Jóvenes de clase media y pibes de zonas más marginadas que por intermedio del circo y los talleres se conocen; así se pierde el miedo.”

El teatro comunitario, en algunos casos, abre también un nuevo mundo a chicos que no habían imaginado esa posibilidad o que construyen, a partir de estos ámbitos, su camino (ver recuadro de Juan Ciancio). “Algunos de los jóvenes descubrieron su vocación –recuerda Bianchi–. Muchos terminan trabajando dentro del mismo grupo con los talleres, nuestro equipo actual son niños formados por nosotros. Pero hay muchos que han conseguido otros trabajos, en el mundo del circo es donde más pasa.”

El Motepo se separó en 1989 y dos años después uno de sus integrantes, Héctor Alvarellos, creó La Runfla, un grupo de teatro callejero: “El teatro puede estar hecho por vecinos o por actores profesionales, como nosotros, que también pueden tener un objetivo social. La idea de hacer teatro en la calle es también acercarlo a quien nunca lo vio”.

El grupo estuvo presentando Drácula en el Parque Avellaneda, el único parque que aún no está enrejado en la ciudad. Se podía ver tanto en las primeras presentaciones, los sábados a las 4 de la mañana, o en las siguientes, a las 8 de la noche. Concurrían familias o parejas con el termo y el mate, gente que estaba de paso y se acercaba por curiosidad, hasta señoras que paseaban su perro mientras veían una obra de teatro. Si bien, por el frío, ahora pararon, las funciones se inician nuevamente en septiembre. Mostrar que los parques de noche no son un lugar poblado de inseguridad y que todavía pueden visitarse –afirma Alvarellos– “no es el principal objetivo. El principal objetivo es la obra, hacer teatro. Invitarte y mostrarte que todavía amanece es también una cuestión estética y poética. Demostrar que las 4 de la mañana es lo mismo que las 3 de la tarde, es algo que demostramos por trasfondo. Por otro lado, creo en el teatro para todos, como también creo que el espacio público es para todos. Pero no confundirse con que el teatro popular tiene que ser de fácil acceso y tinellizarlo para que todos lo entiendan. No se trata de eso”.

Los grupos de teatro comunitario también utilizan escuelas, plazas o la calle para ensayar y hacer sus obras. Así, junto con la creación de nuevos grupos, toman más visibilidad. “Nosotros decimos que somos una brigada entusiasmadora. La idea es que el arte pase a ser parte de la vida del ciudadano –enfatiza Bianchi–. Es un derecho de todos y tiene que estar en toda la sociedad. De este modo va a mejorar la comunicación entre la gente y, en consecuencia, la calidad de vida”.

Fuente: Revista Veintitres.

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