miércoles, 1 de agosto de 2012

ENTRE HEROES Y POBRES

Palabras para Ernesto Guevara.

Por Vicente Zito Lema

Sobre la tierra sureña, humillada durante siglos por el crimen de la pobreza, un crimen que hace añicos las mil máscaras con que la razón protege las crueles lógicas del poder. Sobre los cuerpos que reproducen el dolor, sacrificados por la necesidad de la riqueza, hasta convertir su humanidad viva en un espejo opacado de tanta humanidad muerta. Allí, junto a la mujer que agoniza, devorada por el hambre –un hambre que ahora es fiebre y es peste–, planta Ernesto Guevara a caballo de la poesía el estandarte de sus palabras, que es el inicio de su gesta: tus hijos todos vivirán la aurora / lo juro.
Guevara se nacerá a sí mismo en el dolor del otro, es un proceso de conciencia que lleva a la existencia en el dolor. Será su padre y su madre en el lenguaje absoluto de su cuerpo, cruzado por todos los cuerpos. Será un espesor de vida que legitima cada uno de sus pensamientos para la construcción de lo que está pensado pero no escrito en la realidad de la historia
Guevara, tan restallante como lúcido, y como tal ejecutor de palabras que queman, signos de un cuerpo que desnuda, con su sola presencia, un pentagrama de silencios en este tiempo de esencial
ambigüedad, cuya gestualidad mayor es lavarse las manos.
Hay ahí un fuego que no se termina de consumir, desbordando las vestiduras formales que lo contienen, para abrir, aún hoy, un espacio de voluntad capaz de hacer frente a una quietud entronizada como única verdad posible.
Se trata de una ética, fundada en la acción, que jamás aceptó traicionar su destino: subvertir el saber de la época.
En un espacio de resistencia y trasgresión, Guevara levanta su atalaya para seguir el curso de un mundo que, en su imperativo agónico, deberá ser descifrado y rehecho de cuajo. ¿Cómo si no volver libre, con conciencia crítica y capacidad creadora, al hombre antiguo, momificado en estereotipos, ciego y seco por siglos de mansedumbre oscura?
Guevara logra acercarse, hasta tocarlo, al hombre concreto de carne y hueso, nombrándolo como nunca en una subjetividad a devenir, en su capacidad de sujeto histórico, de hacedor necesario de su deseo. Es a ese hombre al que Guevara abraza y enriquece con su más íntimo sentimiento, el amor: “déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está movido por grandes sentimientos de amor”.
Guevara es una imagen emocionada del mundo a construir; es una dura indagación del sistema a destruir como paso previo. Y nos ofrece, finalmente, una experiencia de naturaleza estética, en tanto la verdad es la forma más acabada y peligrosa de la belleza.
Su muerte, en la forma en que se dio en Bolivia, ratifica, elocuentemente ahora, que nunca puede haber historia más allá del lenguaje que la propone, la interpreta y la imagina. Porque su final fue un principio, y su imagen (el cadáver) un preciso y extraño instante de recreación de los significados, de parte de una generación que amaba asumir el escándalo del mundo.
La muerte del Che consagró la nobleza, no las lógicas, que portan los sueños. Aseguró la distancia de la política, en nombre de la política. Inscribió, como sentimiento, no como reconocimiento, que se estaba en ese indescifrable tiempo de la revolución.
La ética, ese sobrehumano forzamiento de la realidad común y oscura de los hombres, necesitaba reinar sin atenuantes, con sus cuotas de belleza y locura implacables. Y en aquel lienzo infinito, latinoamericano, de una edad no muy lejana, se pudo amar tanto al campesino de Bolivia, indiferente a la tragedia, condenado a la pobreza en el núcleo extremo y deshumanizante de la pobreza, como al héroe que ofrendaba su vida creyendo lapidariamente en principios universales.
Palabras para Guevara, tantos años después, con el sueño convertido en pesadilla.
Palabras para Guevara, cuando vamos enterándonos con dolor, día a día, que nadie es eterno, ni siquiera él.
Palabras para Guevara, en un escenario donde se repite hasta el hartazgo que la utopía se agotó, la era de los grandes relatos existe sólo en algún lugar que está detrás de las espaldas de la humanidad, y que la esperanza de cambiar el mundo duerme bajo el pesado manto del fracaso.
Un tiempo patético de tan pragmático, groseramente injusto de tan capitalista y para colmo de males, de una vulgaridad que lo torna canallesco.
Frente a un tiempo así, paradójicamente, ¿cómo no esforzarnos para superar esa pátina sombría que el espíritu de la época insiste en colocar sobre los asuntos humanos, y levantar los ojos hacia lo que fue y seguir imaginando lo que podrá ser?
Palabras para Guevara, que nos ayuden a pensarlo, fuera de las modas que lo desguazan e instalarlo legítimo, otra vez, frente a un viaje de miles y miles de kilómetros, viaje que, como bien se sabe, siempre se inicia dando un paso.

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