jueves, 7 de abril de 2011

MODA SOCIAL


En locales y hasta supermercados se ven cada vez más bienes generados bajo normas del comercio justo. Aquí, la experiencia de un grupo de presas y ex detenidas, una tienda que beneficia a escuelas rurales y una textil libre de trabajo esclavo. Por Soledad Vallejos

Donde hay una necesidad, hay un producto. Puede que no siempre se note, pero detrás de objetos tan abrumadoramente cotidianos como una remera, un saco, un adorno, últimamente no hay sólo consumismo bonito. Alcanza con raspar la superficie de belleza o utilidad para encontrar lo inesperado: asuntos sociales complejos buscan respuestas en el mercado, y por su cuenta. Mal no les va. Porque las nociones de responsabilidad social incorporadas a los productos son el nuevo chic, porque los productos son lindos, porque el gesto snob puede más: cualquiera sea el argumento, en góndolas, tiendas, y hasta supermercados, se ven cada vez con más frecuencia bienes generados con el criterio de comercio justo, sustentable, atento a valores humanos, preocupado por el uso de los recursos naturales. Lejano como puede parecer el concepto, la realidad resulta bastante más palpable y contundente. En una etiqueta se traducen desenlaces de historias que cualquiera escuchó, leyó, vio, un día cualquiera. Algunas de esas historias todavía no terminan. Coser para (el) afuera Son todas mujeres. Todas saben cómo vivir en un penal para cumplir condenas con privación de libertad. Ahora cosen. En algunos casos porque están en libertad transitoria, en otros por disfrutar de la domiciliaria porque son madres y tienen criaturas que cuidar, en otros más se sirven de cuanto aprendieron en los talleres no tan optativos del encierro. De sus manos, de las máquinas que tienen en el taller textil de Yo no fui (YNF), la Asociación Civil devenida “Proyecto artístico y social”, salen pájaros de trapo, banderines de tela con todos los colores del mundo, fundas de almohadón con dibujos y poesías (creadas en otro de los talleres), objetos tan lindos e inesperados como pelotitas hechas de recortes de géneros. Es una de las tardes de lluvias infinitas y cuatro mujeres arman cajas, bolsas, paquetes. Queda poco: tras años de compartir espacio con los otros dos talleres de YNF (el de serigrafía y el de poesía, que continúa fuera de las reuniones que tiene hace años muros adentro), los petates de la textil dejan el pasaje mágico que es el Mercado Bonpland (Bonpland 1660) para instalarse en Barracas, dentro del Centro Demostrativo de Indumentaria (CDI), del INTI, que nuclea a empresas asociativas. “Y por suerte las máquinas ya están listas para que empecemos a trabajar”, suspira con alivio Marcela Bonifacio, la diseñadora de indumentaria que un día se incorporó al proyecto para coordinar el espacio textil, compartir enseñando lo que sabe por años de trabajar en diseño y facilitar a las integrantes de YNF el contacto con la industria, el comercio, el circuito que vuelve productiva y real una buena idea. Llegó unos minutos tarde, se disculpa, porque acaba de “buscar unas prendas en lo de una chica con domiciliaria. No tiene máquina, pero hace lo que puede a mano: detalles de terminación, tejido a crochet, tejido a dos agujas”. Actualmente, cuatro de las trabajadoras del taller cumplen arresto domiciliario; otras siete son las que –por gozar del régimen de semilibertad, o por haberla recuperado– trabajan efectivamente con las máquinas. Pero no están todas las que quieren. “Tenemos como 40 chicas esperando, pero no alcanzan las máquinas, o no tenemos forma de llegar a los lugares donde viven para buscar la mercadería.” El pronóstico dice que, una vez instalado el taller en Barracas, podrán ser más. Por lo pronto, allí darán cursos en tres niveles, para capacitar integralmente a mujeres que, muchas veces, “salen de la cárcel sabiendo manejar muy bien una máquina de coser, pero sin animarse a crear, a imaginar cosas”. El rumor de la mudanza persiste. Es que las chicas están apuradas: cae la tarde y en un rato deben tomar el colectivo que, dos horas después, las deje en el penal de Ezeiza, donde todavía cumplen condena. Salen en la mañana, para trabajar, y regresan en las noches, nunca después de las 9. Y en medio de ese aprendizaje de volver a vivir afuera, “experimentación” es la palabra clave para trabajar. El taller recibe donaciones: retazos, restos de producción, objetos de utilidad inimaginable para la industria. A partir de ellas, y no con una idea preconcebida, es que las mujeres imaginan sus productos. “Hacemos reuniones, tiramos ideas, damos vuelta a las cosas que pensamos.” Así nacieron hits del taller: los banderines de tela. También los animalitos de trapo y los móviles para habitaciones infantiles que van siendo clásicos de su producción como los anotadores lo son del taller de serigrafía. En unos días, darán un paso enorme: mostrarán su producción en Cafira Innova, la feria internacional de la Cámara Argentina de Fabricantes e Importadores de Regalos y Afines. La invitación llegó de la propia Cámara, que también las alentó en el diseño de un plan de negocios y las pondrá en contacto con las empresas del sector. Para ese evento, el taller textil de YNF diseñó toda una colección: almohadones, muñecos de cama, unas alfombras multicolor en crochet de delicadeza indescriptible, ropa de cama. La pelea es inventarse un lugar propio en el mercado. Entretanto, lo cotidiano es producir para poder seguir vendiendo objetos útiles y de decoración que oscilan entre los 15 y los 100 pesos (se encuentran en el Mercado, pero también en locales de Palermo y Belgrano, cuyas direcciones, junto con más información, están en yonofui.org.ar). Lo que importa, señala Bonifacio, es el objeto de calidad. “En un local, la gente elige el producto, no la historia que hay detrás. Por ahí, entre dos productos iguales, la historia de la etiqueta termina de resolver la decisión. Pero no se elige por la etiqueta o porque es algo que proviene de la economía social. Se enteran después.” El lujo es vestirse para otros “La gente, cuando viene acá, sabe que compra pensando en otra persona. Esta no es una compra enteramente egoísta”, sostiene Ariel Estanga, responsable de La Remera. A ese local de elegancia despojada escondido en uno de los pasajes más conocidos de Recoleta (el Toldo 1 Ñ de la Rue des Artisans, Arenales 1239), dice él tras una temporada de abrir la puerta cada día, se suele llegar sobreaviso. Quien va, sabe que por cada prenda que compre, una remera de algodón llegará a un nene o una nena que concurra a una escuela rural. Es la esencia misma de la marca, que se vinculó con la Asociación Civil de Padrinos de Alumnos y Escuelas Rurales (Apaer), una ONG que distribuye donaciones en una red de 4500 establecimientos de todo el país. “Si comprás acá, sabés que estás donando una remera a un niño que la necesita. Y si alguien no conoce la marca, si llega de casualidad, se lo explicamos. A alguna gente le encanta; pero también hay otra a la que no le importa.” El sistema al que recurre La Remera no está extendido en Argentina, pero está lejos de ser inusual en Europa. Allí vivió Estanga más de una década, diseñando zapatos para la cadena Zara primero y la firma Mango después. De esa experiencia en la cotidianidad de la industria trajo la idea: aplicar el sistema de donaciones “get one give one” (“tener uno, dar uno”), que gusta referir como “uno a uno”. Es “hacer que la marca tenga algún tipo de responsabilidad social. Acá es algo más nuevo, pero también más necesario”. “Viviendo acá solés hacer la vista gorda, pero después de haber estado tantos años afuera y haber vuelto, te pega un poco ver la realidad. No es divertido vivir adentro de un shopping”, explica Estanga a pocos días de lanzar su segunda colección. En la moda como un universo no impermeable a lo que sucede en la sociedad, Estanga pareciera imaginar a la responsabilidad social como una idea en cadena. Cada prenda se produce íntegramente en talleres locales: tejidos, prototipos, producción. Los precios, dependiendo del tipo de prenda, oscilan entre los 60 y los 200 pesos. En estos meses, llegaron a entregar 500 remeras. La donación quedó registrada en fotos: para él, pero también pensando en sus clientes, que en el 90 por ciento de los casos deja su dirección de correo electrónico para seguir al tanto del proyecto, o visita el perfil en Facebook. “Porque la idea tiene que ser tangible hasta el final.” Cómo inventarse la libertad Hay reglas estrictas: nadie debe trabajar más de 8 horas; los niños no pueden estar en medio del taller, mucho menos ayudar; los ingresos se distribuyen entre todos y en partes iguales; las decisiones se toman tras debates colectivos. Las condiciones son tan válidas en Argentina como en Tailandia, y no en un sentido figurado: No Chains, la firma “libre de trabajo esclavo”, es copropiedad de dos organizaciones formadas “por trabajadores sin patrones que ha luchado por sus derechos y trabajan en forma cooperativa”, como explica las etiquetas de remeras, camperitas y buzos. Las prendas que hacen aquí Mundo Alameda y en Tailandia Dignity Returns hay quienes las compran por snobismo, otros por convicción, otros más porque les gusta lo que ven, pero de cualquier modo “a nosotros nos sirven todos los motivos”, explica Tamara Rosenberg, ante una mesa poblada de cortes de tela que pronto serán chalecos para una cooperativa cartonera. De la planta baja llega el aroma de la cocina, que prepara el almuerzo, mientras una radio con música alegre suena de fondo. A unos metros, desde una pared, un retrato de Evo Morales, dibujado e impreso en computadora, preside una de las máquinas de coser. Estrenada a mediados del año pasado, la marca tiene como base el taller que la ONG, conocida por sus denuncias de talleres textiles esclavistas y de redes de trata de niñas y mujeres para explotación sexual, armó en 2005. Entonces eran pocas máquinas en el primer piso del espacio que, tras haber sido confitería barrial, supo mutar al calor de las transformaciones socioeconómicas argentinas: diciembre de 2001 legó una asamblea barrial que autogestionó el espacio, montó un comedor popular, se volvió cooperativa. Ahora, sin relegar de esas ocupaciones, integran lo que Rosenberg llama “la economía social”, es decir, el universo de pequeños productores que se alían a partir de dificultades y problemáticas en común. Algunos de los 14 trabajadores que componen actualmente Mundo Alameda, por caso, han sido explotados en textiles con regímenes de servidumbre. Ahora se turnan para trabajar todos pero no a destajo, tener un resto para vivir y seguir produciendo, fidelizar clientes y garantizar producción de calidad. Lo van logrando, con remeras que rondan los 60 pesos y cuyas estampas fueron elegidas por un concurso internacional convocado y realizado por internet (www.mundoalameda.com.ar, www.nochains.org). “Todos vivimos de lo que producimos acá, pero no somos empresarios”, explica Rosenberg. Por eso “no nos podemos ocupar de lo formal, el marketing, lo estratégico” del comercio y eligen, al menos hasta ahora, abocarse a la producción. Desde mediados del año pasado hasta ahora terminaron unas 900 remeras; sólo quedan 200 en stock, aunque los puntos de venta sean pocos. Hay un mercado.

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