miércoles, 30 de marzo de 2011

LOS ADULTOS INIMPUTABLES


Por Dante Augusto Palma


Como parte de la agenda del verano preelectoral y como previa a la previa de las elecciones primarias, esto es, las internas cerradas que siguiendo la lógica secuencial podrían denominarse “las pre-escolar”, todos los actores que rodean a la política discuten en torno a la edad de imputabilidad de los menores. Se trata de uno de los subtemas de la problemática de la inseguridad que junto a la inflación pelean cabeza a cabeza por ser “el gran problema de los argentinos”. Si bien no se puede menospreciar la salvajada de crímenes atroces o aumentos desproporcionados en la canasta básica, aun a riesgo de que se me acuse de cínico, podría celebrarse que en la agenda de los grandes temas haya desaparecido la preocupación por la falta de trabajo y que haya disminuido drásticamente la pobreza y la indigencia. Para encarar el tema de la imputabilidad no interesa si los índices comparativos hacen de Argentina uno de los países menos inseguros en comparación con países ejemplares como México, Brasil y Estados Unidos, donde a pesar de que el narcotráfico se carga miles de vidas por año, existe seguridad jurídica para los inversores. Ni siquiera importa el informe de la Procuraduría General de la Corte Suprema Bonaerense que demostró que sólo el 4,1% de los delitos son cometidos por menores. Claro que tal índice no puede pasarse por alto, especialmente para diseñar políticas de largo plazo aunque, frente a un caso donde se asesina a un padre delante de sus hijos, todo parece poco. Sin embargo, es deber de los representantes de nuestras instituciones legislar con una mirada independiente de la coyuntura y de una lógica mediática que no inventa los asesinatos (por ahora) pero que está deseosa de repetir sus imágenes ad nauseam. El debate en torno a la imputabilidad parece enfrentar a dos sectores claramente definidos: aquellos más vinculados a “la mano dura” que consideran que debe bajarse la edad de imputabilidad y que en algunos casos extremos alcanzan a deslizar el terrorífico lema de “delito de adulto, pena de adulto” suponiendo que sólo importa objetivamente la falta y que debemos ser indiferentes tanto a los atributos de quien la comete como a las circunstancias que lo rodean; el otro sector es el de aquellos denominados “garantistas” que, en esta coyuntura particular, afirman que si la ley actual es obsoleta, en todo caso, se deben encontrar mecanismos alternativos para detener los delitos cometidos por jóvenes que se ven beneficiados por su corta edad. Ambos sectores reconocen que hay menores que son usados por adultos para cometer delitos para, en caso de ser apresados, ser “beneficiados con la inimputabilidad”, sólo que las vías para solucionar estos vericuetos que brinda la ley, descansan en principios completamente diferentes. Tal aclaración no es obvia, pues más allá de que la seguridad pueda ser una cuenta pendiente en la agenda del progresismo, una mirada distraída puede hacer caso a los que presentan al debate como la disputa entre aquellos que quieren terminar con el delito (los de la “mano dura”) y aquellos que por alguna razón psico-ideológica de desapego al orden, les interesa lograr que las calles estén asediadas por asesinos de 1,30 metros de altura, 30 kilos, gorritas de Bob Esponja y remeras de Ben 10. Expuesto así el debate está viciado desde un principio y no es sincero. Suponiendo que todos los actores están interesados en resolver el tema sólo que desde diferentes ángulos, comencemos por la pregunta original: ¿la baja en la edad de imputabilidad haría decrecer el delito? Es decir, si en vez de situarnos en el límite de los 16 años retrocedemos a los 14, ¿esto cambiaría radicalmente el mapa y los actores del delito en la Argentina? Yo no soy un especialista ni en Derecho ni en Seguridad. En esto me encuentro en una posición similar a aquellos que con mi mismo desconocimiento, aunque sin reconocerlo, opinan sobre tales temas. Quizás, permítaseme un gesto de falsa humildad, la diferencia está en que mi formación filosófica me permite seguir al maestro Sócrates y no sonrojarme al decir “no sé”. Sin embargo me atrevo a hacer las siguientes reflexiones en base a algunos datos y al conocimiento mínimo necesario para encarar esta nota. Para llevarlo al terreno filosófico, y que me disculpen los que se ofendan, el Derecho no es una ciencia objetiva (si es que existe alguna, claro) ni el Derecho penal un espacio donde se halla el castigo preciso y justo. De ser así, no podría justificarse por qué diferentes sociedades poseen castigos diversos para los mismos tipos de delitos. ¿Qué se debe hacer con un asesino? ¿Matarlo? ¿Darle reclusión perpetua? ¿Internarlo en un psiquiátrico? ¿Darle una simple reprimenda y mandarlo a hacer trabajo comunitario? Se me dirá que depende del caso y yo agregaría que también depende del tipo de sociedad y del vínculo histórico que esa sociedad tiene para con ese delito (algo que se ve, por ejemplo, en el diferente trato que se le da a la violencia de género en sociedades diversas). En esta línea, ¿cuál es la edad en que objetivamente el sujeto es punible? ¿16? ¿14? En algunos países como Brasil, Salvador, Honduras, México, Venezuela, donde la tasa de homicidio es infinitamente mayor que la de Argentina, llega a 12. ¿Por qué no 10? Supongamos que llevamos la edad de imputabilidad a 12 y nos acomodamos a las legislaciones de algunos de los países mencionados. ¿Qué hacemos ante el caso de un asesino de 11 años? Más allá de que la ciencia y la psicología evolutiva puede darnos herramientas para distinguir en qué momento es posible afirmar que un sujeto tiene conciencia de lo que hace, la discusión sería interminable y podría darse que algún legislador trasnochado que oiga voces que le repiten “delito de adulto, pena de adulto”, decida que en el caso de un parto de mellizos en el que uno de los dos fallece, es necesario castigar, por asesinato en la placenta, al hermano sobreviviente. Más allá de esta exageración cuya doble razón es identificar la dificultad del problema al tiempo de invitar a la risa, hay situaciones absolutamente naturalizadas que presentan al Derecho como siendo una disciplina con pretensiones de describir empíricamente el mundo tal cual es. Tomo otro ejemplo para ilustrar las dificultades, aun a riesgo de sumar otras, pero que tiene que ver con el concepto de persona, concepto jurídico por cierto. ¿Hay algún correlato biológico objetivo a partir del cual consideramos que un ser se transforma en persona? Las discusiones en torno a la despenalización del aborto muestran que tal cuestión es controvertida puesto que para algunos se es persona desde la concepción (o, en todo caso, a partir de las 12 semanas de vida, diferencia que no resulta trivial) y para otros recién al nacer. Pero este asunto es tan interesante que merece un desarrollo autónomo en futuras columnas. Volviendo al asunto, la Convención sobre los Derechos del Niño da libertad a los Estados para que impongan la edad de imputabilidad según criterios propios pero sugiere que entre los 12 y los 18 años se dé un tratamiento diferencial, esto es, no podemos someter a un chico de 12 años a una cárcel común lo cual tampoco supone que éste pueda alegremente salir con un revólver a matar ciudadanos y que se lo deje libre. Aun nuestro sistema deposita en los jueces la posibilidad de decidir excepcionalmente algún tipo de aislamiento en casos donde sea posible demostrar que el menor en cuestión es una amenaza para la sociedad. Esto ya existe hoy de manera que los embates contra el “garantismo” y la presión por la baja de imputabilidad no parecen alterar sustancialmente el panorama. Más bien parece un “caño” hacia el costado de una cancha donde no hay arcos, o, lo que es lo mismo, donde los arcos no interesan; una gambeta en ofrenda a una tribuna de adultos inimputables que sólo grita y busca gestos antes que resultados.

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