domingo, 30 de enero de 2011

LA CONCIENCIA BURGUESA




Narrador y poeta, el húngaro sándor márai fue testigo de los grandes acontecimientos del siglo. Su mirada del mundo aporta una visión lucida de un problema actual.


Por Eduardo Anguita

Todo lo que tengo se lo debo a la burguesía, mi educación, mi forma de vida, mis necesidades, incluso los instantes más puros y luminosos de mi vida: los grandes momentos de la noble participación en la cultura. Ahora, muchos dicen que la clase burguesa se está extinguiendo, que ha cumplido su función y que ya no es capaz de mantener el papel de guía que ha desempeñado en los últimos siglos. Yo no entiendo de esas cosas. Pero tengo la sensación de que estamos precipitándonos al enterrar la burguesía con tanta impaciencia; seguro que a esta clase aún le queda un poco de fuerza; quizás en el futuro tenga todavía un papel que desempeñar, tal vez sea precisamente la burguesía la que tienda un puente entre la revolución y el orden...”.
Quien escribió esto fue Sándor Márai, notable escritor húngaro, díscolo hijo de una familia aristocrática. Este y otros párrafos de su novela La mujer justa sirven para abordar un tema de muy difícil circulación en los medios de comunicación en una sociedad capitalista: ¿cuáles son los alcances de la conciencia de una clase social –la burguesía– cuyas riquezas y privilegios provienen de contar con la propiedad privada de los medios de producción y circulación de bienes y servicios?
El tema tiene una capital importancia en este momento de América latina y en particular de la Argentina, porque estos procesos de reafirmación nacional y regional tienen como protagonistas a movimientos políticos y culturales que afirman la necesidad de la alianza entre los asalariados y los dueños del capital. El basamento de esta convivencia es que los centros de poder internacional pueden y deben ser enfrentados por procesos de transformación que no produzcan un salto al vacío. Es decir, que no dejen a los países fuera del comercio, las finanzas, la innovación tecnológica y científica que están concentrados en los países centrales. Una elemental lectura de las relaciones económicas mundiales y de la relación de fuerzas en juego permite eludir, al menos en estas líneas, un análisis más profundo sobre la complejidad de este enunciado.
Pero, más allá de las conveniencias y juegos tácticos, una pregunta arde en muchas mentes: ¿existe una conciencia burguesa capaz de entusiasmar al resto de los mortales como para profesar una fe capitalista?
Vamos a un caso puntual: la transnacional Nidera quedó al descubierto en un caso que golpea la moral ciudadana media –burguesa– cuando la Justicia le cayó a un campamento donde sometían a condiciones infrahumanas a una cantidad de trabajadores. Los grandes medios se limitaron a publicar el comunicado de desmentida de la multinacional. ¿Qué desmiente Nidera? ¿Quién puede creerles?
Posiblemente nadie. Ni siquiera Matteo Goretti, el especialista en comunicación que trabaja con Mauricio Macri y al que se apresuró a contratar la poderosa empresa. La explicación de por qué La Nación y Clarín actúan así es simplemente por conciencia burguesa, por alineamiento de clase. Los periodistas que trabajan en esos medios –y también sus lectores– tienen incorporados estos códigos de poder. Pero los descoloca que la Argentina viva con desfachatez un cambio profundo en el que cada vez son más los que creen en los derechos laborales y encuentran modos de transmitir su indignación cuando salen a luz historias como las de San Pedro.
Desde ya, muchísimos saben que hay muchos más San Pedros. Pero celebran que se haga justicia, que se les ponga un tope a quienes viven la impunidad sin el más mínimo rubor. Porque queda en evidencia que cuando quieren justificar la superexplotación revelan que no tienen el más mínimo sentimiento de culpa. Son impúdicos.
Por eso es interesante impulsar el debate sobre qué principios morales cobijan a los que pretenden defender privilegios a cualquier precio y qué principios sostienen quienes protagonizan los cambios. No son tiempos para promover un dogma antiburgués, pero sí son tiempos para debatir con libertad.
Y Sándor Márai viene al dedillo. Porque escribió desde las tripas sus contradicciones de clase y porque vivió las turbulencias de un tiempo y un lugar indómitos.
Márai era de origen sajón, vivía en un pueblo eslovaco dentro del imperio austro-húngaro. La Argentina parece un territorio demasiado lejano a aquella historia del centro-este europeo en el siglo pasado. Sin embargo, sus textos sirven para dialogar con esta sociedad que en los noventa vivió el retroceso cultural más bestial que se hizo sin cobrarse vidas rebeldes. Vayan, sin más preámbulos, algunos párrafos de La mujer justa.
“Yo también soy irremediablemente burgués. Soy fiel a la clase a la que pertenezco. Y la protejo cuando la atacan. Pero no la defiendo a ciegas ni con soberbia. Quiero tener una visión clara del destino que me ha caído en suerte y, para ello, debo conocer nuestros pecados, debo saber si es cierto que la burguesía sufre una enfermedad que la está degenerando.”
“La burguesía no es una cuestión de dinero. Sí, he notado que los burgueses más pobres, los más desposeídos, son los que conservan y defienden con mayor ahínco la forma de vida y las costumbres de la burguesía. El hombre rico nunca puede aferrarse con una determinación tan patética a las costumbres sociales, al orden burgués, a los buenos modales y a las reverencias, a todo lo que en cada instante representa para los pequeñoburgueses la confirmación de su pertenencia a una clase (…) En secreto estoy convencido de que el hombre rico se aburre desde que se levanta hasta que se acuesta. Pero el burgués que sólo tiene su rango, el que no es rico, defiende el orden al que pertenece y sus ideales con el heroísmo pedante de un cruzado. El pequeñoburgués es ceremonioso. Lo necesita, está obligado a demostrar algo durante toda su vida.”
“Ser burgués requiere un esfuerzo constante. Me refiero a la estirpe de los creadores y los guardianes, no a los pequeñoburgueses arribistas que sólo aspiran a una vida mejor y más cómoda. Nosotros no deseábamos más dinero o más comodidades. En el fondo de nuestro comportamiento y de nuestras costumbres había una especie de abnegación consciente. Nos sentíamos un poco como monjes de una orden pagana y mundana obedeciendo el voto y las reglas de nuestra hermandad: habíamos jurado custodiar sus secretos y preceptos en un momento histórico en el que todo lo que a los seres humanos le era más sagrado corría peligro.”
“Yo fabricaba objetos de uso cotidiano, producía en serie ciertos complementos de la vida civilizada. De mi fábrica salía mercancía de buena calidad, pero al fin y al cabo yo no intervenía de forma determinante en la elaboración de los artículos, que corría a cargo de las máquinas y de trabajadores especialmente adiestrados para manejarlas, disciplinados y preparados para su cargo. ¿Qué hacía yo en la fábrica que mi padre y sus ingenieros habían reconstruido y equipado? Acudía a mi despacho a las nueve en punto, como los demás altos cargos, para dar ejemplo. Leía el correo y mi secretaria me informaba de las llamadas telefónicas recibidas y de las citas previstas para ese día. Luego venían los ingenieros y los representantes para dar cuenta de la marcha del negocio o para pedir mi opinión sobre las posibilidades productivas de un nuevo material. Naturalmente, los ingenieros y los empleados, todos excelentes profesionales –la mayoría, instruidos por mi padre–, acudían a mí con proyectos ya preparados y yo, como mucho, aportaba alguna ligera modificación. Pero en la mayoría de los casos me limitaba a estar de acuerdo con ellos, a dar mi aprobación. La fábrica producía de la mañana a la noche, los representantes vendían la mercancía y los contables registraban los beneficios mientras yo permanecía sentado en mi despacho día tras día, y todo era muy útil, necesario y honrado. No engañábamos a nadie, ni a nuestros clientes, ni al Estado, ni al mundo, ni mutuamente. Sólo yo me engañaba a mí mismo.”
“Porque creía que de verdad yo tenía mucho que ver con todo aquello. Era mi campo de actividad, como suele decirse. Observaba a las personas que me rodeaban, miraba sus caras, escuchaba sus discursos y trataba de comprender aquello que seguía siendo un misterio para mí: ¿conseguía el trabajo, en el fondo, llenar sus vidas, se sentían realizados con lo que hacían o en realidad tenían la sensación de que algo o alguien estaba consumiendo su energía, absorbiendo de ellos lo mejor, privándolos del verdadero sentido de la vida…? Había algunos que no estaban satisfechos con su puesto y trataban de mejorar o, al menos, de trabajar de otra forma, aunque a veces esa ‘otra forma’ no era la mejor o la más adecuada. Pero ellos al menos querían algo. Querían modificar el orden de las cosas, dar un nuevo sentido a su trabajo. Y, al parecer, se trata precisamente de eso. La gente no se contenta con ganarse el pan de cada día, mantener a su familia, tener un trabajo y desempeñarlo de modo honrado y responsable... Sin embargo, quiere algo más. La gente quiere expresar sus ideas y realizar sus proyectos. Desea no sólo una ocupación que le permita ganarse la vida sino también la posibilidad de ejercer su vocación. De otra forma, su vida no tiene sentido”.








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