martes, 23 de noviembre de 2010

ARTEFACTOS CULTURALES INDESTRUCTIBLES


El historiador y crítico, Sergio Pujol analizó en primera persona 140 temas, desde Villoldo hasta Lisandro Aristimuño. “No hay nada que se asemeje en la inmediatez del recuerdo que produce la canción, a excepción quizá de ciertos sabores y olores de infancia”, asegura.


Por Karina Micheletto

“La canción es un artefacto cultural indestructible”, sentencia Sergio Pujol, y para avanzar en la definición rastrea el último siglo: “Han cambiado soportes, ha nacido y desaparecido el álbum, todo ha sido puesto en crisis, excepto la canción, o la necesidad de la canción”. Está hablando de su último objeto de estudio: Canciones argentinas se llama el libro que acaba de editar y hacia esos artefactos de la cultura nacional apunta el recorrido que el autor sitúa, también desde el título, entre 1910 y 2010. Historiador y crítico –haciendo pesar más lo primero o lo segundo, según los casos–, Pujol ha sido uno de los pocos que ha profundizado en el estudio sistemático de la música popular en la Argentina, logrando reunir con eficacia la producción científica y la divulgación.

Libros como los suyos son escasos por estas tierras, por lo que tienen de bueno: hablan de música y de figuras de la música argentina entendiendo que para hacerlo hay que hablar de la sociedad que los contiene más que de las anécdotas que los colorean. Lo hizo con la biografía de Yupanqui En nombre del folklore, que editó en 2008, y antes con Discépolo, y con estudios como Historia del baile, Jazz al Sur o Rock y dictadura. Ahora, Pujol editó Canciones argentinas. 1910-2010, un trabajo en el que, más que focalizar en un tema o en un género, abre el lente hacia el amplio abanico sonoro de la historia de un país, en un recorte al que eligió darle la forma de ciento cuarenta canciones que consideró a la altura del título. Rock, tango, folklore, cumbia y canciones pensadas para niños van sonando en este libro en letra y música, divididas por épocas, hasta llegar a las “Canciones a la vista” contemporáneas.

El recorrido propuesto comienza con “El Padre del Tango”, Angel Villoldo, y un tango que no es el archiconocido “El choclo”, sino uno del cual sólo se conoce la letra, “Cuerpo de alambre”. Finaliza con una canción del último disco de Lisandro Aristimuño, “Es todo lo que tengo y es todo lo que hay”, y en su figura se leen las fichas puestas en una nueva generación de cantautores: “Sus canciones son epifanías de arte”, halaga Pujol. “Al escucharlas, nos entusiasmamos con la idea de que es posible una nueva oleada cultural, de que no todas las músicas y las letras del porvenir serán fatigados guiños del pasado”. En el medio hay lugar para pensar a “Cambalache”, “Ella ya me olvidó”, “Kilómetro 11”, “Manuelita la tortuga”, “Zamba de mi esperanza”, “La marcha de la bronca”, “Ji-ji-ji” y “Persiana americana”.

El crítico e historiador cuenta que encaró este trabajo “tratando de que tuviera más peso el crítico que el historiador”. Fue una canción por tarde, en unas 140 en las que echó mano a la sistematicidad que sí es inherente al trabajo del historiador. “El libro es un poco incontinente, dispara para todos lados. Yo soy un poco así y eso se evidencia cuando me siento a escuchar música”, dice el autor en diálogo con Página/12. “En mis trabajos de investigación ése es un rasgo domesticado, puesto en caja. En ese sentido, tal vez este libro me refleje más que otros.” Desde la primera persona, y con un registro de tono más liviano que el de un trabajo puramente musicológico, Pujol construye un mosaico de canciones que es inevitablemente personal. “El trabajo de escritura y de memoria son operaciones prácticamente simultáneas. En todos los casos el procedimiento fue el mismo: escribía uno o dos párrafos, y después me levantaba a la biblioteca, agarraba la guitarra, empezaba a encontrar vinculaciones. No alcanza con escuchar solamente, y como tengo una formación musical muy discontinua, fui a consultar a gente que sabe más, entre ellos mi hijo mayor, que estudia guitarra”, explica sobre el modo de trabajo.

“Para la selección trabajé como el jurado de un concurso, con la salvedad de que era el jurado de preselección y del final. Comencé con una corpus de unas trescientas canciones, basándome en el criterio de ‘una que sepamos todos’, pero que además me gustara a mí.” En ese equilibrio, cuenta Pujol, a veces primó la primera parte de la ecuación, a veces la segunda: “De Invisible, por ejemplo, quedó ‘El anillo del Capitán Beto’. A mí me gustaba más ‘Dios de la adolescencia’, del mismo disco, pero ‘Durazno...’ tiene más espesor, más peso específico. No se trataba solamente de elegir grandes canciones, tenían que ser canciones tanque, resistentes a versiones e intérpretes”.

–¿Cómo valoró las primeras versiones y las sucesivas, que a veces cambian radicalmente la canción?

–Me importó situar la primera grabación, ése es un hecho clave, dado que los estrenos en vivo son imposibles de rastrear. La canción es un documento de la época, y allí hay una clave de lectura, pero se sigue interpretando en las épocas sucesivas, y en cada interpretación surgen más claves. Trato de entender la perdurabilidad de las canciones, y si bien tienen mucho que ver con los intérpretes, no estoy tan seguro de que la interpretación lo sea todo, como sí lo es en el jazz.

–Si no lo es todo, ¿cuánto es?

–Depende. Hay canciones canónicas que me inspiraban mucho respeto, “Mi noche triste”, por ejemplo. Hay canciones que no han quedado adheridas a una figura y otras que fueron expropiadas por un intérprete: no se puede establecer una regla general. Hay canciones que perduraron al margen de las versiones doradas, otras que tuvieron su cuarto de hora y no volvieron a tener muchas nuevas versiones, como “Si se calla el cantor”, de Horacio Guarany. Las canciones que no levantan la voz tienen más chances de no estar supeditadas a la época, pero no es así en todos los casos. La conclusión es que no hay un patrón de perdurabilidad histórica.

–¿Cómo analizó los modos de recepción?

–La forma en que escuchamos, cómo escucho yo, y cómo escuchan los otros, tiene que ver con experiencias absolutamente intransferibles. La canción es un disparador de memorias, y no hay nada que se asemeje en la inmediatez del recuerdo que produce, a excepción quizá de ciertos sabores y olores de infancia. En ese sentido, reconozco que el libro tiene una limitación, está dedicado exclusivamente a canciones de autores argentinos: a mí, “Michelle” de Los Beatles me produce un efecto de sentido mayor, por lo que implica en mi recuerdo, que muchas de las canciones que incluí en este libro.

–Su recorrido inevitablemente personal debe chocar los recorridos de cada uno de los lectores. ¿Ya recibió quejas por las canciones que faltan?

–¡Desde que lo estaba escribiendo! Mi hijo Ulises me dijo: “¿Cuántas canciones de Los Redondos hay? ¡¿Dos, nada más?!” Sabía que ésa iba a ser la primera reacción. Pero mi libro no tiene pretensión enciclopédica. Historiador al fin, mi aspiración como autor es que sea leído como un estudio no sistemático de la canción argentina. Acá el lector se puede encontrar con un análisis de sus mitos personales y no todos se la bancan. Plantea este desafío: te vas a encontrar con tu canción favorita desmenuzada, sonando en el ámbito privado del autor del libro. Es lo mismo que pasa con las versiones. Bueno, éstas son mis versiones.

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