lunes, 4 de octubre de 2010

MEMORIA AL BORDE DE LA AUTOPISTA


Un proyecto en homenaje al sacerdote asesinado Carlos Mugica, aprovecha una columna de la autopista nunca terminada. Tendrá treinta metros de altura.


Por Facundo García


A la conciencia de Buenos Aires se le está por clavar una espina. Y el pinchazo será señal de que algo florece en la Villa 31 de Retiro. Ahí, en los pasillos donde el mapa del prejuicio ubica a los peores demonios, los vecinos planean hacer un monumento de treinta metros de altura. Una suerte de Obelisco alternativo, que reafirmará la voluntad de resistir los desalojos poniendo bien arriba al número que identifica al barrio, y dedicando un espacio especial al recuerdo del Padre Mugica. “Villa 31-Carlos Mugica”, se leerá a lo lejos, y el resto de los porteños tendrá que admitir la presencia del pobrerío que no deja de humillar y graba –sobre un pilar abandonado de las autopistas que construyó la dictadura– su propio nombre junto al de un cura que se jugó por la justicia.


El proyecto avanza sin prisa pero sin pausa, a partir de consensos en una “Mesa por la urbanización” que pretende hacer cumplir el compromiso oficial de prestar más atención a la zona. Cuenta además con el auspicio de la Secretaría de Cultura del gobierno nacional y está siendo filmado en todas sus etapas para editar una futura película. De concretarse, la construcción llevará los colores rojo y negro. Negro, como el morochaje que aguanta diariamente discriminación y violencias varias, y rojo, el color de la resistencia y de la sangre. En una segunda instancia se va a inaugurar bajo la mole un Centro Cultural abierto a los artistas que vivan por ahí y también a los que se atrevan a saltar las murallas invisibles del gueto. Falta mucho, obviamente. Resta terminar el trámite de las habilitaciones y sobre todo conseguir el dinero, pequeño detalle. Pero más que la historia de un monumento, ésta es la historia de una ilusión. Por eso es que en una noche de sudestada los responsables se juntan para seguir discutiendo. ¿Su capital inicial? Dos mates, un fuego tranquilo y muchas ganas de hacerse valer.


Lo que se cifra en su nombre


Desde su origen en los cuarenta, la 31 fue emblema de los sectores populares. Recibió migrantes, resistió al terrorismo de Estado y se organizó contra los desalojos. En la última década duplicó su población, que hoy ronda los treinta mil habitantes. De ahí que cuente con varios líderes sociales de cintura y experiencia. Uno de ellos, Julián Ward –referente del Club Social y Deportivo El Campito– se prestó como enlace entre el grupo de mujeres que echó a rodar la idea de la obra (ver recuadro) y los vecinos. La novedad cayó en un momento óptimo, porque en las casillas hay apuro por que se entreguen los títulos de propiedad y se empiece de una vez con la urbanización participativa que propuso el arquitecto Javier Fernández Castro. Cualquier conjuro que auyente al espectro de Macri ordenando el avance de las topadoras vía twitter es bienvenido.


Así que a lo largo de más de diez reuniones en distintos sectores, se decidió formar una comisión ad hoc. Críticas no faltaron. A principios de año, los cuestionamientos tenían que ver con que habiendo tantas necesidades básicas sin satisfacer, se pusiera energía y dinero en la construcción de un símbolo. Las impulsoras explicaron que no se utilizaría financiamiento público. La asistencia vendría de privados: las prometidas cloacas, el pavimento y la asistencia médica no se verían afectadas. Luego vino el tema del 31. “¡Justo el 31!”, escribió una vez Discepolín, y lo repetían, con menos candor, muchos de los que se sumaron a las discusiones previas. Ocurre que ése es el número con el que los gobiernos militares bautizaron al asentamiento. El veto parecía definitivo hasta que alguien –que seguramente no era del PRO– destacó que el 31 también es el artículo de la Constitución de la Ciudad que habla del derecho a la vivienda: “Art. 31: La ciudad reconoce el derecho a una vivienda digna y a un hábitat adecuado. Para ello: 1. Resuelve progresivamente el déficit habitacional, de infraestructura y servicios, dando prioridad a las personas de los sectores de pobreza crítica y con necesidades especiales de escasos recursos...”


Aprobada la continuidad de la cifra, empezó a dar vueltas el recuerdo de Carlos Mugica.


Encuentros


La asamblea a la que asiste Página/12 se hace un viernes lluvioso, en un comedor comunitario. Las paredes están pintadas de bordó y los afiches de Evita se distribuyen a los cuatro costados. En el centro, unas brasas dan calor a la ronda. Cuando le piden a Teófilo Tapia que cuente un episodio memorable del barrio, el silencio es tan sagrado que se escucha solamente la garúa chocando con las chapas. La voz de Tapia, veterano de la 31, se larga a rememorar apoyando cada emoción en el brillo de sus ojos rasgados. “Serían las diez o las once de la mañana –se transporta el hombre–. Vimos a un señor que dejaba el coche en una de las puntas. Ahí, por el edificio del correo. Hizo cinco o seis cuadras a pata, por esta calle, camino a la capilla. La gente empezó a salir de las casas y a decir ‘che, ¿pero ése no será Perón?`. Cuando el señor llegó preguntó por Mugica, y resulta que no estaba. A esa hora ya se había corrido la voz y la gente se juntó para verlo. Era Perón, nomás. Mugica llegó al rato y se pusieron a conversar.”


Meses más tarde vendrían los tiros y la sangre. “Cuando pasó esto que les cuento las cosas todavía estaban tranquilas. Bah: Mugica me retaba a veces, porque yo le hacía lío jugando a la pelota. Pero nunca te enojabas, porque esa misma tarde caía a tu casa y si no tenías muebles se sentaba en el suelo con tal de tomarse unos mates con tu familia. Por eso lo llevamos como bandera”, cierra Tapia.


El sueño de un monumento está permitiendo esas reflexiones en una vecindad que ha sido sistemáticamente desoída. Conquistar una columna abandonada de la autopista, por ende, cobra un sentido complejo. Por un lado, los pilares son emblema de una capital construida a la medida de los autos. Por otro, admiten una reapropiación desde el reclamo en favor de lo humano.


Pedir más humanidad, nada menos. Angélica Banzer encarna la maduración política de los que se están animando. “Vine a las reuniones cuando se empezó a hablar de desalojos, y con lo de esta construcción me fui interiorizando sobre quién fue Mugica”, confiesa. Angélica nació en Santa Cruz (Bolivia), pero tuvo a una de sus hijas aquí, y está decidida a pelear por el hogar que armó “chapita por chapita, desde que no tenía agua ni luz”. Ahora transcribe al libro de actas cada una de las intervenciones. Cada tanto, interrumpe la escritura para dar su opinión.


Muchos vienen remándola desde que salieron de la panza. Son los que aguantaron la dictadura y el empobrecimiento de los ochenta; los que hicieron trueque cuando allá por 2001 no se conseguía ni una changa. Tapia: “Junto con el monumento, vamos a hacer un centro cultural para invitar a los vecinos de Avenida del Libertador y de Palermo a que se vengan a tomar unos mates con nosotros, para que dejen de tenernos miedo y se den cuenta de que somos gente de trabajo. Queremos demostrar que aunque no nos quieran ver existimos”. Desde una esquina del salón Carlos Cuenca, otro compañero, completa el análisis: “Sí, seguro que nos van a querer mirar. Con largavistas”.


Hay risas. Aparte de buen humor, la esperanza requiere aguante. Siempre hay un garrote libre cuando el pobre asoma la cabeza. Es más: en la noche de la asamblea, varios comentan con entusiasmo las transmisiones de Mundo Villa TV, el primer canal de televisión que tiene base en la 31, con su propia agenda y una perspectiva independiente. No sospechan que esa misma madrugada el director de la señal, Adams Ledesma, aparecerá acuchillado a metros de su casa. Dicen que murió desangrado después de esperar tres horas a que los médicos del SAME entraran a la villa.


Sin paracaídas


Cerca del final, Cuenca resalta que “siendo una sociedad plurinacional” –más de la mitad de los vecinos es inmigrante– se haya conseguido acercar opiniones alrededor de Mugica. Máximo Prada lo interpreta como una solución práctica. “Este símbolo –resume– tiene que servir para que los chetos vean desde sus ventanas que acá están los pobres resistiendo, que no nos van a sacar, y que estamos esperando que el gobierno nacional nos ceda definitivamente estas tierras.” Julián Ward agrega otro matiz. “Generalmente se asocia a la villa con un pasado que se quiere negar. Somos el hecho maldito de la ciudad burguesa, y con el monumento les vamos a demostrar que simultáneamente podemos ser muy modernos. A la par de los rascacielos que están ahí, aunque con una mayor capacidad para integrarnos”, lanza.


El cronista desliza una disculpa antes de la despedida. “Che, perdonen que haya venido de sorpresa, como un paracaidista”, se ataja. Y un viejo sabio le cierra el pico con dos frases: “No diga eso. Acá no hay paracaidistas, porque nadie está más arriba que nadie”.

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