jueves, 9 de septiembre de 2010

EL PACO DE LOS VECINOS DE WALL STREET

Los ’80 en “El Barrio” se inscribieron en una época en que la cocaína suplantó a la marihuana como alternativa del narcotráfico. Hoy, Bourgois trabaja con heroinómanos en San Francisco y en Filadelfia, EE.UU. El antropólogo Philippe Bourgois pasó cinco años en el Harlem neoyorquino y desentrañó cómo la exclusión cuadruplicó en dos décadas la población carcelaria de Estados Unidos.

Cuando comenzó su trabajo en el East Harlem, Phillipe Bourgois había vivido casi toda su vida como Philip Drummond, el señor rico que había adoptado a Arnold y Willis en la serie Blanco&Negro ( Diff'rent Strokes ). Para 1985 ya había terminado su carrera de Antropología en Harvard, pero no era un burgués apoltronado en una oficina con libros. Venía de trabajar con los descendientes de los indios chibchas al norte de Nicaragua, cuando los sandinistas necesitaban integrar las masas rurales a las filas de la revolución.
Por ese entonces, División Miami ( Miami Vice) moldeaba a pasos agigantados el imaginario norteamericano que vincularía a los “latinos” con “el tráfico de estupefacientes”. De hecho, daba a los presuntos “malhechores” una perspectiva tan falaz como espamentosa: vender drogas en Estados Unidos aseguraba los mismos yates que los magnates, las mujeres de las publicidades de cerveza, y un poder del que carecían sus padres, aquellos inmigrantes que no entendían una jota de inglés norteamericano.
De los cinco años que pasó con los puertorriqueños de “El Barrio”, Bourgois parió un libro que por primera vez se edita en castellano, En busca de respeto.Vendiendo crack en Harlem (Siglo Veintiuno). Allí constata el mecanismo cuyos polos van de la xenofobia excluyente a la criminalización de la pobreza en Estados Unidos.
–En los ’80 teníamos un “apartheid de facto”, no dado por ley. Hoy ya sí se trata de un apartheid formal, cuyo ejemplo más claro es la política de carcelización. Uno de cada tres afrodescendientes están en la cárcel de jóvenes, contra uno cada 25 blancos. Esa es una política de Estado, que es una tragedia. La población general prefiere culpar al adicto en lugar de entender todos los procesos que lo hacen adicto, que lo meten en la economía del crimen y lo enrollan en la violencia criminal.
Bourgois pasó las útlimas dos semanas por Buenos Aires para participar de las VI Jornadas de Etnografía y Métodos Cualitativos, organizadas por el Ides. Entre otros temas, indagó en la “cultura callejera” de venta y consumo de crack en Nueva York, que pese a surgir “de una búsqueda de dignidad y del rechazo del racismo y la opresión, a la larga se convierte en un factor activo de degradación y ruina, tanto personal como de la comunidad”.
–Su perspectiva se diferencia de la explicación psicologista (“no labura porque no quiere”) a una lógica ejercida por la estructura económico-política. ¿Cómo evolucionó el discurso de la inseguridad en virtud de la industria de las drogas en El Barrio?
–En aquel tiempo, no podías acceder al crack en los barrios burgueses. En Harlem, en cambio se podía comprar crack muy barato no en cada esquina sino cada tres puertas. El fruto de no encajar en la economía legal produjo una búsqueda alterna para ganarse la vida, y los modos en que se reprimió aquello encerró a los pobladores del gueto en su ambiente. Un niño no podía caminar a la escuela sin que le ofrecieran crack. Es cierto que hubo un aumento increíble de la violencia que produjo un efecto de histeria en el resto del país. La demanda de represión fue la reacción emocional inmediata. Se desarrolló toda esa industria de la cárcel. El sindicato de los guardacárceles de California se transformó, después de la corporación de médicos, en el más grande political action committee, los que aportan a los políticos. La industria de la cárcel es una soberana estupidez.
–Usted dice que la “guerra contra las drogas” del gobierno estadounidense está destinada al fracaso. ¿Por qué?
–Gastamos sumas millonarias sin ningún efecto: el precio de la droga es más barato que nunca, la droga sigue siendo accesible en los barrios pobres y su calidad sigue siendo muy alta. Lo dice la misma Agencia de Control del Narcotráfico. Es una tragedia, nadie se está beneficiando. De hecho, los ricos viven con inseguridad y tienen que programar sus vacaciones en Suiza para que no los ataquen por la noche cuando caminan por el parque. Es ridículo tener que vivir en un mundo así.

La violencia del gato. La guapeada académico-esnifeadora de Bourgois es parangonable con la etnografía periodística de Cristian Alarcón, con quien no casualmente debatió el martes pasado en el Idaes. Su publicación es pertinente en Argentina porque la experiencia de los puertorriqueños en Harlem durante los ’80 revela el porvenir del imaginario porteño que recayó sobre los peruanos inmigrantes, desde los ’90 para acá. Vale decir, la estigmatización que tácitamente los rotula como narcos y transas de la villa 1-11-14 y el Abasto. Así Bourgois interviene mundialmente en la batalla cultural que se libra entre las preferencias consumistas “seguras” contra los consumos “de dudosa procedencia”. Los propulsores de la Asociación de Gastronomía Peruana y Afines en Argentina luchan porque la gente en vez de elegir un McCombo de $25 en el Shoping Abasto, se adentre en cualquier boliche peruano aledaño, “que ofrece por $ 17 comida casera con entrada, plato principal, bebida y postre”.
El libro también se enmarca en la radicalización de la Doña Rosa de Neustadt, un periodismo vecinalista que se tira de las mechas con horror por el crimen desorganizado, y que se inició hace poco más de una década. Esa ideología propiciada a martillazos fue y es la propedéutica amarillista del Ellos contra Nosotros (los delincuentes-invasores versus la república de ciudadanos honestos), que tal vez hayan inaugurado (a) los primeros relatos de tomas de rehenes en Buenos Aires y (b) el discurso xenófobo de Daniel Hadad en Radio 10. Continuamos con Bourgois:
–¿La violencia en los guetos tiene una dimensión diferente que para las clases medias?
–La violencia en el ámbito de la economía de la droga es un capital cultural. Tener una reputación de ser un poco loco, irónicamente es una manera de protegerte. Uno tenía mucho miedo de César, el guardaespaldas de Primo [ dos de los protagonistas de su estudio], cuando se emborrachaba y fumaba crack. Ése es exactamente el guardaespaldas que quieres. Nadie va a venir a faltarte el respeto o asaltarte con alguien así. En mi trabajo actual en el barrio puertorriqueño de Filadelfia, el otro día escuché una mujer que estaba gritando a su vecino. Decía: “¡No te metas conmigo: soy loca y tengo los papeles para comprobarlo!”.
–Respecto de la violencia en el ámbito íntimo de las parejas...
–Eso es interesante, otra dinámica. Las personas que estudié en El Barrio eran hijos de un contexto de crisis económica profunda, cuyos padres eran inmigrantes de pueblitos rurales de Puerto Rico; una cultura basada en los parentescos, donde todos se conocen, y con una estructura patriarcal de respeto al viejo. Esa gente de pronto se encontraba en una gran ciudad, inmensa, la más moderna del mundo. Se les esfumó la posibilidad pueblerina de controlar la violencia, de reprender eficazmente a los niños. Al mismo tiempo, se encontraron en una sociedad en la que la mujer tenía derecho de ir al trabajo, de amar a su pareja y también de dejarla. Ahora el hombre era un desempleado, un borracho que tomaba droga y estaba en la cárcel la mitad de su tiempo. Los hombres intentaron recobrar la legitimidad patriarcal perdida siendo violentos.

Cárcel, cárcel perseguirás. Uno de los valores políticos del libro reside en enhebrar los efectos y las causas: a los reclamos por “inseguridad” le siguió una política de mano dura que amplió la construcción carcelaria e impulsó una pulsión casi obsesiva del Estado por punir, vengar los delitos cometidos y encerrar a los criminales de poca monta.
“En Nueva York, ví el efecto perverso del inicio de la guerra contra las drogas cuando se reprimía la marihuana y se iniciaba la cocaína”, dice Bourgois. “Todavía no se habían dado los niveles de carcelización que tenemos ahora. Desde que terminé el trabajo de campo en 1990, ha aumentado un 400% el número de personas que tenemos encerradas en la cárcel”, ilustra.
Según la octava y última edición del Listado de Población Carcelaria Mundial, confeccionado por el King’s College de Londres, Estados Unidos tiene el récord de detenidos en instituciones penitenciarias con 2.293.157 presos (dato de 2007). Según el Bureau of Justice Statistics de ese país, el total estimado de la población correccional (incluidos los presos, los que tienen libertad condicional y los procesados) era de 1.440.400 en 1980 y de 7.211.400 en 2006.
Bourgois pone carnadura a la tendencia general. “Si bien el fortalecimiento del sector privado y la inmigración tuvieron efectos positivos en East Harlem, el gobierno estadounidense mantuvo en su práctica una política de negligencia hacia la inner city (el gueto), especialmente hacia los barrios afroamericanos y latinos. En la década de 1990, la ya de por sí raquítica e infradotada red de protección social degeneró en una costosa e inclemente red de captura penal”.
En este contexto de creciente pauperización y negligencia estatal, las drogas se impusieron como paragolpes contra el sufrimiento. Dentro de un radio de dos cuadras de donde se había mudado Bourgois era posible comprar crack, heroína, cocaína en polvo, valium, “polvo de ángel”, metadona, marihuana, mescalina, jeringas, alcohol de contrabando y tabaco.
“Hay millones de dólares al alcance de la mano en los tenements (edificios angostos con departamentos económicos) y los complejos habitacionales del East Harlem”, escribe el antropólogo. “¿Por qué esperar, entonces, que estos jóvenes estén dispuestos a tomar el tren todos los días para ir a trabajar a las oficinas del distrito financiero para ganar salarios mínimos, cuando pueden ganar mucho más dinero vendiendo drogas en la esquina o el patio escolar?”
–¿Los sueldos bajos demuestran la perversidad del sistema, la complicidad con el delito?
–Sencillamente, el sueldo mínimo no es suficiente para sobrevivir en Nueva York. Este sitio está abajo del nivel de pobreza oficial. Si tienes una familia, sobrevivir es estructuralmente imposible. Lógicamente, no pudiendo sobrevivir la gente busca una economía que le reporte seguridad. También la economía de la droga engaña, porque terminas pasando mucho tiempo en la cárcel: si cuentas los días laborales que pasaste preso no ganaste nada. La gente como Primo y César ganaban mucho en comparación con el sueldo mínimo, pero ganaban el doble, que no es mucho tampoco. Cualquier persona de clase media gana diez veces más que el sueldo mínimo. Cualquier médico gana cien veces más. Son desigualdades inmensas.

EL CRACK, EL LADRÓN, SU MUJER Y EL LACTANTE
Cuando se mudó a unas cuadras de la calle 110 y la Lexington, en el gueto niuyorican del East Harlem, Bourgois fue reprendido hasta por sus colegas. Estás loco, le dijeron, pero él se sentía feliz. En ese lugar estaba La Farmacia, un centro de ventas de la industria de estupefacientes y que la prensa la había denominado como “la esquina más perversa y colmada de drogas” o sencillamente “el patio de recreo del diablo”.
Bourgois no se amilanó. Pasaba todos los días por la Sala de Juegos, el otro negocio que funcionaba como cortina de humo de Ray, el “bichote” que encabezaba la organización narco de El Barrio. Un día, uno de los laderos del líder, Primo (los nombres son falsos), lo paró e inquirió pensando que era “popo”, un policía.
–Entré en marzo del ’85 y notoriamente ya estaba el crack. Era un efecto de la "guerra de las drogas". En los años 70, los colombianos importaban marihuana por Florida, pero tuvieron que cambiar. De repente, los precios de la cocaína bajaron más de 100%; descubrieron que se podía hacer una versión con el bicarbonato, que se podía fumar y era de acceso más fácil, tenía un efecto más rápido y más fuerte sobre el cerebro que la cocaína en polvo. El crack se arraigó rápidamente en los barrios pobres, fue una experiencia destructiva.
En busca de Respeto. Vendiendo crack en Harlem también indaga en temas urticantes como la educación criminal que promueven las escuelas del Estado y la humillación en las oficinas de Wall Street y la interiorización del desempleo. Bourgois no dubita cuando reproduce los relatos de las violaciones colectivas entre adolescentes. “Para mí, en mi condición de investigador blanco, lo más fácil hubiera sido excluir esta discusión de la violencia sexual para evitar estimular tabúes inconscientes entre los lectores. Sin embargo, pienso que tal omisión representaría una forma de complicidad inaceptable con el statu quo sexista.”
Hijo de un sobreviviente de Auschwitz, Bourgois estuvo casado con una tica por 16 años, que lo apuntaló en su misión etnográfica y se mudó con él y con un hijo recién nacido.
Cuenta Felipe (así lo llamaban en el gueto):
–Mis amigos me dijeron que era un irresponsable. Mi hijo estaba apenas aprendiendo a hablar, tenía dos años. Una de sus primeras palabras fue la que se usaba para vender crack, porque era lo que más se oía en las calles. Lo llamaban por la tapa: black tap, red tap. Mi hijo entonces empezó a decir “tap, tap, tap”. Sí, me sentí un poco preocupado pero realmente no me daba cuenta de nada. Estaba en buena relación con los vendedores, me protegían. No me sentía inseguro. Estaba feliz.

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