jueves, 26 de agosto de 2010

UN TALLER DE TEATRO DA VIDA A LOS SUEÑOS DE LOS PIBES DE LA VILLA 21


Por Florencia Halfon-Laksman

Lo dicta un docente de 30 años que nació en ese asentamiento del barrio de Barracas y que estuvo en rehabilitación por su adicción al paco. Los adolescentes que asisten a las clases dicen que actuar los hacen sentir más seguros.

"¿Mi sueño? Nunca pensé cuál era mi sueño.” Carolina lleva 19 años de vida, y de habitante de la Villa 21 de Barracas. Está terminando el 5º año en el Instituto Zacarías y planea ser odontóloga. Desinhibida, algo escéptica, esconde su belleza pero refleja su costado lúdico como integrante del grupo de 13 jóvenes que cada sábado a la mañana asiste al taller de teatro que se dicta en esa villa porteña. “Es que esto nos ayuda a sentirnos más seguros”, dice Carolina.
La clase está pautada para las 11, pero empieza media hora más tarde, cuando los estudiantes logran despegar la cara de sus almohadas. “Loco, yo decidí no salir anoche y acá estoy, bien puntual”, se jacta Sergio, el único varón adolescente del grupo. Con apenas 15 años, ya tiene heridas de las que se está recuperando: “Cuando tenía 13, creía que tenía que hacer lo mismo que mis amigos para estar piola. Por eso tomé cocaína y salí a robar. Estaba reconfundido. Ahora hago teatro, boxeo y fútbol y estoy muy contento”, relata “el galán del grupo”, tal como lo llama Julio Zarza, su profesor.
Evelyn tiene un año menos que Carolina, cursa el CBC para ser contadora y es la contracara de su compañera: “Ay, yo soy tan soñadora”, dice, casi lamentándose. No parece tener conciencia de su cuerpo de modelo, sus ojos claros y su sonrisa de comercial de dentífrico, pero sí se hace cargo de su costado artístico: “Siempre me gustó, pero nunca había tenido la posibilidad de estudiar. Esta es una oportunidad que nos ayuda a distraernos de lo que pasa dentro de la villa”, reconoce, después de lucirse como abuela de Caperucita Roja en una adaptación libre e improvisada en cinco minutos para la clase del día: “¿Ya no la querés a tu abuela?”, carraspea.
Llega uno de los momentos clave de la clase: de a uno pasan al frente y cuentan una anécdota para luego someterse a la opinión de sus compañeros, quienes deben adivinar si el relato es verdadero o falso. “Si yo me creo lo que estoy contando, todos me lo van a creer. En el escenario, modificar la visión del otro depende de mí”, les explica Zarza. Además de apuntar a la improvisación, el profesor quiere estimular la imaginación de sus alumnos. Entonces pide a la mitad de ellos que se queden congelados en una acción determinada, para preguntarle a la otra mitad qué es lo que ven. Así registra el surgimiento de las visiones más variadas. “Ellos le están rezando a ella, que es un santo”, opina Mayra, mientras que para Ani la escena muestra a “dos hombres pidiéndole perdón a una mujer”.
Jorge mide una cabeza menos que el más bajo de sus compañeros, pero consiguió, con sus 11 años, ubicarse a la misma altura actoral de los demás. “Me gustaría ser protagonista de una película de terror, es con lo único que no me duermo cuando veo la tele”, se entusiasma. En un ejercicio de improvisación, se atreve a hacer de policía y ladrón al mismo tiempo, sin confundir a la platea en ningún momento. “¿Quién no tiene pánico escénico?”, se pregunta, muy relajado, antes de empezar su propia función. <

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