sábado, 24 de julio de 2010

VIDAS ROBADAS


Se considera que unas cinco mil personas fueron a la cárcel durante el franquismo en razón de su sexualidad. El gobierno español acaba de indemnizar con 4000 euros a cinco gays y cinco transexuales, el mínimo contemplado por la ley de memoria histórica. Sin embargo, son muchos más los testimonios de quienes protagonizaron el cautiverio, el escarnio público y las terapias aversivas que dan cuenta de la represión en tiempos del franquismo, y de la necesidad de reparación que no sólo es efectiva mediante unas cuantas monedas sino también a través de leyes, palabras, pedidos públicos de perdón; en definitiva, un cambio de mentalidad.


Por Arnaldo Arnaute

Desde Madrid


Mientras la revuelta de Stonewall en Nueva York, en junio de 1969, está considerada convencionalmente como la irrupción en la escena internacional del movimiento organizado de gays y lesbianas, en España coincidió con la entrada en vigor de una legislación refinadamente perversa, que permitía la internación de homosexuales de ambos sexos en centros de reeducación que podía prolongarse hasta que las autoridades los consideraran aptos para su reinserción. Esta anomalía debería haber desaparecido de la legislación tras la muerte del dictador, en noviembre de 1975, pero el cúmulo de asignaturas pendientes que tenía la sociedad española tras cuarenta años de represión, relegó a la última fila las aspiraciones de libertad de este colectivo que debió luchar fuerte para conseguirlas. El estigma sobre la homosexualidad se mantuvo incólume durante los tres primeros años de la transición y no fue hasta luego de aprobada la Constitución en 1978 que se eliminó de la lista de delitos perseguidos por la Ley de Peligrosidad Social de 1970.


En la España de Franco, el camino que llevaba a la cárcel al homosexual tras ser descubierto in fraganti por la Guardia Civil o de haber caído en una redada no siempre fue igual de expedito. Durante los primeros años, los jueces se limitaban a aplicar la vieja Ley de Vagos y Maleantes republicana que se extendía a los que tenían sexo con los de su mismo sexo en público. Siempre que no trascendiera, no era asunto del Estado, más ocupado hasta mediados de los ’50 en fusilar opositores. El primer paso del régimen en la criminalización fue la modificación de esta ley en 1954. En Diputados se conserva el proyecto de ley, aprobado sin debate, donde se incluye a los homosexuales pasibles ahora de “medidas de seguridad”, es decir, no penas sino medidas que se toman antes de cometido el delito. Entre los teóricos de esta condena ciega y despiadada se destaca Mauricio Karl, quien argumentaba que “el sodomita es un peligro para la patria”, además de tender a la delincuencia, al comunismo y constituir un peligro para la paz familiar ya que “disfrazada de persona, la fiera sodomita se lanza en busca de su presa juvenil, ojea al cándido muchacho (...). Vuestro hijo puede volver a casa corrompido, guardando su bochornoso secreto, que nada delatará. La monstruosa relación continuará y, dada su edad, su instinto sexual se torcerá y será para siempre un invertido. ‘¡Mejor muerto!, gritaréis desesperados.’ Sí, mejor muerto vuestro hijo”.


La exageración es tan burda que movería a risa de no ser porque la realidad represiva de aquella época superaba la ficción. A principios de los ’60, en Almería, las autoridades pasearon en un carro a cuatro homosexuales con la cabeza rapada para burla y escarnio público. Una de las personas que me dio este testimonio, y que hoy tiene más de ochenta años, se niega a dar su nombre “por miedo a que vuelvan”.


La presunción de que el homosexual era un desviado al que el sistema no debía abandonar sino curar se basaba en la mala digestión de cierta literatura médica reaccionaria, más pornográfica que científica, que hicieron algunos jueces españoles. Para el diagnóstico se creó un Departamento de Homosexuales integrado por tres médicos, que funcionaba en la prisión madrileña de Carabanchel. El Departamento no estuvo ocioso y elaboró a fines de los ’70 un estudio sobre 200 presos homosexuales que debía servir de manual clasificatorio de activos, pasivos y mixtos. Comenzaba así un peculiar experimento celtibérico para curar la homosexualidad, que incluía terapias aversivas de dos tipos: las eméticas y las eléctricas. Las primeras obligaban a vomitar inyectando, haciendo olfatear o ingiriendo sustancias inmundas mientras se mostraban al paciente retratos masculinos. El médico Pérez Argiles consignaba ocho factores en su análisis morfológico para detectar la desviación: “Primero, el tono de voz y los ademanes. Ahí se delatan muchos pederastas. Segundo, analicemos gustos y preferencias. Tercero, la relación entre el cinturón torácico y el pelviano. Cuarto, el reparto del vello: si él no tiene en el pecho y en la barba y ella no tiene pestañas tupidas, mal pronóstico. Quinto, tamaño de los genitales, cuánto más grande más macho. Sexto, el extremo inferior del esternón debe terminar en punta en los hombres. Séptimo, el reparto en la grasa del cuello. Y octavo, una prueba casera e infalible: “Que la persona enlace las manos y trate de unir los codos delante del cuerpo, en el hombre normal esta operación es imposible y sus brazos terminarán con una V invertida. En la mujer sana, los codos se tocarán con facilidad”.


La homosexualidad no es una situación cómoda bajo una dictadura. No obstante, vale aclarar que reducir su vivencia a experiencias de represión médica, policial y judicial es presentar la parte como el todo. La mayoría de gays y lesbianas no fueron encarcelados, no sufrieron terapia aversiva, no cayeron en redadas y no acabaron fichados en comisarías. Los relatos que siguen, tomados de testimonios reales, constituyen una aproximación a la represión social y penal de homosexuales y lesbianas entre la Guerra Civil y la nueva Constitución.


Por amor a los canarios
España, 1940


Hasta 1954, las relaciones homosexuales en España, en privado y entre adultos, sólo estaban penadas en el Código de Justicia Militar. La infracción suponía un mínimo de seis meses de presidio y la separación del servicio. Pero a veces, como veremos, la pena podía extenderse un poco más. El teniente Luis G.A., médico militar, sintió un día fuertes deseos de dar un paseo con un guapo soldado canario de 23 años, que era chofer del teniente coronel. El médico ordenó al soldado que lo condujese a Ceuta, de camino le ofreció un cigarrillo americano y empezó a flirtear con él, haciéndole observaciones sobre la belleza de las mujeres y los hombres de las Islas Canarias. A la altura de Tarajal, Luis. G.A. ordenó al soldado que parara el vehículo y que bajara con él. Una vez los dos en el campo, lo abrazó y comenzó a besarle, confesándole que era “maricón”, que todas las noches se acostaba con un camarero de Tetuán y que le gustaban mucho los canarios, tanto que durante la Guerra Civil había conquistado a 108 soldados de ese origen en el frente. Como el soldado se resistía, el teniente, apelando a su superioridad jerárquica, le ordenó que se bajara los pantalones. Una vez hecho esto, el “oficial realizó el acto repugnante de introducirse en la boca el pene del chofer”, que retuvo durante diez minutos hasta que logró ponerlo erecto. A continuación, se bajó él también los pantalones y mandó al soldado que se lo colocara en el ano. Cuando el chofer terminó, el teniente, insatisfecho, le mandó “bajo amenaza” que repitiera la operación “porque, como no había llegado a la próstata, no había experimentado goce alguno”. Pero el soldado, que había eyaculado, le aseguró que, aunque lo matara, no lo volvería a penetrar. Ambos regresaron en silencio a la Academia Militar. Fuese por remordimiento, por vergüenza o por venganza mal calculada, el chofer se presentó al teniente coronel para informar lo sucedido, lo cual motivó un careo inmediato en presencia de un juez militar. El teniente médico negó todo alegando como prueba contundente que su ideología era “totalmente afecta al movimiento”. Pero el soldado pidió permiso para exponer ante todos la prueba definitiva: se desabrochó la bragueta y “mostró a los testigos el pene, que estaba todo sucio de heces fecales”. De allí ambos fueron a un presidio correccional. Al teniente le dieron seis años, y el soldado fue absuelto, “en virtud de una coacción cuya fuerza no pudo resistir”. El fiscal apeló, dado que “porque por la índole de los abusos, no hubiese podido físicamente el soldado cometer los actos deshonestos sin un fondo de complacencia”. Finalmente se confirmaron los seis años para el teniente y se añadieron tres para el soldado.


Es de presumir, de todos modos, que las relaciones homosexuales en el ejército español, cuando no existiera la “fuerza irresistible de la jerarquía”, ni la delación de compañeros o superiores, se saldarían menos traumáticamente, aunque siempre con el miedo a ser descubiertos. En 1985, el Código Penal Militar eliminó la referencia a la homosexualidad. Por último, en 1998, la Ley del Régimen Disciplinario Militar condenó los actos sexuales, de cualquier tipo, si se producen dentro del establecimiento. En 2003, un guardia civil homosexual obtuvo permiso en un tiempo record para llevar a su pareja a vivir con él en el cuartel de Villafranca, en Mallorca. Se modificaron los artículos que limitaban la residencia en casas cuartel a parejas heterosexuales. Según un sondeo realizado inmediatamente después, el 71 por ciento de los españoles estuvo a favor.


Por miedo a las ratas
Valencia, 1970


La culpa la tuvo una rata. Oliver estaba volcando su atención en la anatomía más personal de X, siendo X el camionero que vivía tres calles más abajo, cuando al escuchar un ruido distrajo la mirada y vio ante sí a la rata que salía de las rocas de la Malvarrosa, enviada por el destino para poner en marcha una secuencia de película de terror.


Olivier, de 14 años, era un niño diferente, “el más glam del barrio”, con porte aniñado y pelo largo, el primero en Valencia en calzar zapatos de plataforma que había puesto de moda David Bowie el año anterior, 1970, y que en España hicieron furor junto con el minishort. Pero, a pesar de su diferencia, era aceptado por su familia y tolerado en el barrio. Aunque a Oliver su vecino camionero lo doblaba en edad, hacía tiempo que se cruzaban miradas cuando uno descargaba el camión en el supermercado y el otro acompañaba a su madre a hacer las compras. Un día que se cruzaron solos por la calle, el camionero le dijo: “Anda, vamos a la playa”. Y él, que le tenía en un pedestal, le acompañó sin rechistar a un resguardo entre las rocas. Todo iba bien hasta que apareció la rata y el niño soltó un tremendo alarido. Cuando los carabineros preguntaron qué estaba pasando allí, el camionero, aterrado, perdió los nervios y empezó a justificarse. “Si hubiera mantenido la calma, podría había dicho que yo era un niña y, aunque fuera menor, probablemente en aquella época le habrían dejado en paz, porque yo no parecía hombre”, recuerda Oliver. Pero el hombre se asustó y empezó a justificarse: “Me ha engañado, pensé que era una mujer”. Lo más doloroso para el niño fue sentirse negado por el hombre del que en su ingenuidad adolescente se sentía enamorado. “Cómo te desagradaba esa época.” Inútil traición, porque tras detenerlos les entregaron a la Guardia Civil, que los llevó de vuelta al barrio a eso ya de las 11 de la noche. Fueron trasladados a la comisaría y no se volvieron a ver hasta que el azar los juntó de nuevo en 1999. X se había convertido en un tipo canoso, gordo, hundido.


Por tener sólo 14 años, al niño Oliver, o mejor dicho, a su padre, le dieron a elegir entre que cayera sobre él el peso de la ley o la posibilidad de la terapia aversiva. “Mi padre, afortunadamente, era comunista y del Partido, de los que decían: ‘Prefiero un hijo maricón que un hijo cura’.” Así que Oliver tuvo que soportar el peso de la ley. Estaba preso con otros invertidos en una zona aislada del resto de los internos. Allí se los ponía a trabajar en lo que se llamaba de forma degradante “La Casa de las Novias”, pues cosían vestidos que se vendían por unas 30 mil pesetas en una época en que el salario mínimo era inferior a 200 pesetas diarias. Estos internos eran sometidos por otros presos con la venia de los policías. “Entraban en la zona de homosexuales en jauría de a 7 u 8, sobornando a los guardias, y para justificar que ellos no eran homosexuales tenían un comportamiento agresivo, inhumano, gritaban. Duró un mes que fue para mí una eternidad y que supuso que nunca haya podido tener pareja, porque desde entonces identifico a los hombres con la violación.” Oliver estuvo una segunda vez en la cárcel. De vuelta con su familia entendió que lo mejor para no ser detenido otra vez era vestirse y comportarse como mujer, sin pintura, ni tacones, ni nada. Se ponía rellenos e iba a las discotecas como una adolescente y funcionaba, la dejaban entrar sin pagar.


La mirada gay sabía burlar la censura colando poses y desnudos en revistas dedicadas al deporte y al ejercicio físico. Estos deportistas posaron en la década del sesenta.


Finalmente las conexiones de su padre sirvieron para darle trabajo en el bufete de un conocido abogado de Valencia, en 1973. Para febrero de 1974 ya se había enamorado del hijo del jefe, estudiante de Derecho. Primero hacían el amor en la playa y al final en el propio despacho, cuando se quedaban solos. Hasta que un día la guía Incognito, un directorio internacional de lugares de ambiente gay, precursora de la Espartacus, publicó que en Valencia uno de los lugares de ambiente homosexual era la discoteca La Bruja. La noticia les hizo un flaco favor a los clientes, porque la policía hizo una redada en el bar y entre los detenidos se encontraba el hijo del abogado famoso, al que le retuvieron el carnet. Cegado por el amor, ese verano le tocó volver a la cárcel por tercera vez, porque el joven le suplicó que fuera a la comisaría a autodenunciarse con la inverosímil coartada de que él llevaba el documento del hijo del jefe. “Me dijo que yo estaba acostumbrado, que para mí no sería tan duro como para él, que tenía una carrera por delante y una familia famosa.” Y así fue que Oliver entró a la cárcel por tercera vez. “En la comisaría se daban cuenta de que mentía y se rieron de mí todo lo que quisieron y más, pero aceptaron el juego.”


Por confiar en monjas
Badajoz, 1976


“Antonio, levántate que hay unos señores que quieren hablar contigo.”


Aunque eran las seis de la mañana, a Antonio Ruiz no le sorprendió del todo que su madre lo despertara con aquel anuncio insólito e intuyó de quién podría tratarse. Era el 2 de marzo de 1976 y apenas 24 horas antes había organizado un revuelo familiar al anunciar que le gustaban los hombres. Estaba a punto de cumplir 18 y, como a tantos adolescentes, le había llegado la hora de romper el silencio y superar el sentido de la culpa. Quería ser aceptado como era, arreglar su vida, decírselo a su madre. Antonio había descubierto su homosexualidad unos años antes, aunque su experiencia se limitaba a encuentros furtivos con desconocidos en los alrededores de la estación de autobuses. Sin embargo, estaba seguro de que ésa era su orientación y de que la edad mágica de 18 lo habilitaba para decir la verdad en su casa. Huérfano de padre, llevaba un tiempo ayudando a su madre, una señora de la limpieza, analfabeta, y aportaba íntegro el dinero que ganaba en su trabajo. Con lo que no contaba era con la dificultad de la madre para asumir y gestionar ella sola la noticia. Desorientada ante una información frente a la que no tenía elementos de análisis y sí muchos prejuicios, confió el terrible secreto a su hermana, una persona muy religiosa, quien a su vez pidió consejo a una monja, íntima amiga suya. En cuestión de horas, la madre, la tía y la monja reunieron al joven con sus hermanos y otros parientes para ver el alcance del mal y, terminada la reunión, la monja se acercó a la policía para denunciar que en tal domicilio había un muchacho homosexual con otros niños de corta edad.


Las técnicas intimidatorias que sufrió parecen sacadas de películas clase B. La segunda noche de detención descubrió en la mirilla de la celda a un guardia, a quien no había visto en su vida, que le gritó: “Hombre, que yo tenía ganas de atraparte, te me has escapado muchas veces de las redadas”. Antonio no entendía nada: “Yo ni siquiera sabía qué era una redada”. Al rato, el mismo policía abrió la puerta e introdujo a un delincuente mayor que él. Ahí sufrió su primera violación. Finalmente le llevaron a dar una vuelta por la ciudad en un coche camuflado para que señalara a otros homosexuales. Desde 2006, Antonio Ruiz es el presidente de la Asociación ex Presos Sociales, que lucha porque el Estado enmiende las aberraciones cometidas.

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