martes, 22 de junio de 2010

ENTREVISTA A ERIC HOBSBAWM


EL MÁS PRESTIGIOSO HISTORIADOR DEL SIGLO XX, ERIC HOBSBAWM, ANALIZA EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA, EN UN MUNDO IMPERIAL. AL CABO DE UNA VIDA DE INTENSA MILITANCIA, REFLEXIONA SOBRE LA VIGENCIA ACTUAL DEL MARXISMO. SU CONCEPCIÓN DE LA HISTORIA, LAS DIFICULTADES DE UNA DISCIPLINA ACECHADA POR EL ESCEPTICISMO Y EL CONFORMISMO DE LA PERMANENTE ESPECIALIZACIÓN.
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Cuando cumplió 85 años, el historiador Eric Hobsbawm, el más reconocido intelectual marxista de la actualidad, publicó su autobiografía, Años interesantes. Para un especialista, interesado en sus aportes a la historiografía del siglo XX, quizás este libro no fuera más que una colorida guía por los modos en que él fue abordando cada cuestión —el siglo XX, la formación de la clase obrera, la tensión entre capitalismo y revolución—; una serie de curiosidades biográficas que definieron ciertos temas y una preferencia filosófica y política. Pero para todo lector apasionado por el mundo en que vivimos y por los ecos remotos de su pasado inmediato, la vida de Hobsbawm es una lectura preciosa, prácticamente única, en la que se conjugan la tragedia familiar y la construcción personal con los acontecimientos históricos que hicieron del siglo XX un tiempo terrible y hermoso, una "edad de los extremos". Una pieza comparable, en su valor literario y testimonial, a la autobiografía de Nina Berberova, a las memorias de Vladimir Nabokov o al conjunto que forman la novela G, de John Berger, y algunos de sus relatos breves.

Una importancia central que tiene la narración de la propia vida, en el caso de un lúcido observador y analista del siglo XX, es que él "estaba ahí". Nacido "en el año de la Revolución Rusa", estaba ahí cuando se desintegró el imperio británico —se desintegraron, al menos, los efectos simbólicos de ostentar el ejercicio del poder gubernamental en las colonias—, y sobre todo cuando el mundo decimonónico y sus valores cayeron derrotados a los pies de la "vida moderna" —los propios padres de Hobsbawm: un ciudadano británico y su joven esposa austríaca, miembros de la parte más cosmopolita de la comunidad judía de Viena, se vieron allí hundidos en la miseria—. Hobsbawm estaba ahí cuando subió Hitler al poder y cuando fue vencido. Cuando se desmoronó el Muro de Berlín y, con él, toda una era de "socialismo real". Hobsbawm estaba ahí, recorriendo Latinoamérica y siguiendo el rastro de sus movimientos insurreccionales justo en los años que van desde la revolución cubana al surgimiento de las guerrillas setentistas. Y estaba ahí viendo caer las Torres Gemelas de Manhattan, oyendo cómo Washington se declaraba "único protector de cierto orden mundial" y decretaba así la clausura del siglo XX. El 11 de septiembre de 2001, Hobsbawm estaba ahí, en una cama de hospital en Londres: "No existe lugar mejor que ése, lugar por excelencia de una víctima en cautiverio —escribió—, para reflexionar sobre el aluvión extraordinario de palabras e imágenes orwellianas que inunda a la prensa escrita y la televisión". Pero además, Hobsbawm —que hoy cumple 90, y todavía escribe artículos, publica libros y responde largas entrevistas telefónicas— sigue estando ahí. Desconfía de la perdurabilidad del imperio americano, señala las ingenuidades de la utopía altermundista, piensa que es preciso ser "un historiador escéptico" y, a la vez, esperar lo mejor del proyecto liberador del marxismo, al que sin dudas reivindica.

—En una entrevista en Libération decía que "hay que devolverle al marxismo su elemento mesiánico". A pesar de que el pensamiento político (sobre todo el marxismo) aspira a "salvar" a grandes porciones de la humanidad, la tendencia secular es a evitar el mesianismo. ¿La utopía marxista tiene aún una oportunidad mesiánica en este siglo?
—No en la forma en que creíamos en ella, es decir la de una economía planificada centralmente que prácticamente eliminaba el mercado, sino bajo la forma de un sistema deliberadamente orientado a incrementar la libertad humana y el desarrollo de las habilidades humanas. Creo que, así, el marxismo todavía tiene un campo de acción considerable.

—¿Y las utopías altermundistas?
—Lo positivo es que son anticapitalistas y han vuelto a plantear la cuestión de que el capitalismo en su totalidad debe ser criticado. Lo negativo es cierta falta de realismo. Respecto de la globalización, por ejemplo: se la puede controlar en parte pero no se puede decir que se la va a revertir. Veo varias utopías en el movimiento altermundista pero, por ahora, ninguna que sea universalmente aplicable como las aspiraciones socialistas de los siglos XIX y XX. Mucho del utopismo altermundista está más cerca de los viejos anarquistas, que decían: Acabemos con el capitalismo, acabemos con el régimen malvado y después, de alguna manera, todo resultará bien. Hay versiones políticamente más útiles: algunas ONG aprendieron a actuar globalmente y pueden ejercer verdadera presión en campos importantes como el ambiental.

—En su último libro, "Guerra y paz en el siglo XXI", afirma que la democracia está rodeada de retórica vacía: se ha convertido en un concepto incuestionable que, sin embargo, enmascara situaciones inaceptables de injusticia. ¿Sería posible recuperar un sentido auténtico de democracia? ¿Tendría sentido?
—La retórica vacía de la democracia sirve de justificación a las conquistas imperiales, pero la crítica principal a la democracia como retórica de propaganda es más amplia. En general se la usa para justificar las estructuras existentes de clase y poder: "Ustedes son el pueblo y su soberanía consiste en tener elecciones cada cuatro o seis años. Y eso significa que nosotros, el gobierno, somos legítimos aun para los que no nos votaron. Hasta la próxima elección no es mucho lo que pueden hacer por sí mismos. Entretanto, nosotros los gobernamos porque representamos al pueblo y lo que hacemos es para bien de la nación". Una crítica: la democracia queda reducida a una participación ocasional en las elecciones, porque oficialmente en una democracia uno no está autorizado a emprender otras acciones políticas que no sean las legítimas y pacíficas.

Varios politólogos franceses piensan mejorar la democracia fortaleciendo el debate institucional.
—Sí, pero mi objeción es mucho más amplia: no digo únicamente que la democracia no puede quedar reducida sólo a las elecciones, tampoco puede quedar reducida al debate. Lo que el pueblo hace y es debe influir en el gobierno, de formas variadas. Su influencia no puede quedar reducida a una forma particular de constitución. Por otra parte, muchos problemas del siglo XXI escapan al marco de los estados nacionales. La democracia existe sólo dentro de los estados nacionales así que, nos guste o no, tenemos que encontrar otras formas de abordar problemas globales. Es difícil de saber cuáles van a ser porque, hasta ahora, nada reemplazó a los estados.

Cuando habla de "pueblo" piensa en movimientos sociales, los de Argentina, por ejemplo.
—Por supuesto. Cualquier movimiento es sumamente importante, siempre que el gobierno tome en cuenta la opinión del pueblo.

—Usted estudió la forma en que, históricamente, muchos movimientos perdieron eficacia al convertirse en usinas de clientelismo, usados por el populismo.
—"Populismo" es un término que se usa en sentido demasiado general. La mayoría piensa que el populismo está asociado a la derecha política pero también puede estar asociado a la izquierda o al centro. "Populismo" simplemente quiere decir gobiernos que tratan de hablar directamente con la gente; lo pueden hacer con diferentes propósitos. Perón era populista en un sentido y Chávez, en otro. No diría que necesariamente el populismo como tal debe ser aceptado por completo o rechazado. La esencia de la democracia es que el gobierno tiene que tomar en cuenta lo que el pueblo quiere y no quiere. No hay ningún mecanismo eficaz para hacerlo: el gobierno representativo no es muy eficaz. A veces funcionan mejor la prensa o los movimientos directos.

—¿Tiene futuro la "multitud" entendida como sujeto político, tal como piensa Toni Negri?
—Debo decirle que no soy un gran admirador de él. No tengo muy buena opinión de Negri. Y creo que el término "multitud" es demasiado general. Hay que definir qué se entiende por "multitud". Se la podría estructurar por clases, por nacionalidad o de otras formas, pero decir "multitud" no nos lleva muy lejos.

—El concepto de "clase social" también fue objetado (Philip Furbank lo atacó sociológica e históricamente). ¿En qué cifraría la importancia política del concepto de clase?
—Es un concepto que de hecho se mantiene. Cualquiera que analice resultados electorales verá que se los descompone por clase, sección y nivel de educación (hoy día esto también significa clase). Hoy la política no está dominada por movimientos conscientes de que representen una clase, pero eso no significa que la clase haya dejado de ser importante. Algunas clases son hoy menos relevantes (la clase industrial trabajadora) pero eso no quiere decir que las clases hayan dejado de existir. Es un gran error subestimar la importancia de la clase. Y es un gran error suponer que una clase representa a las otras.


El Atlas y el mundo entero


"El 8 de febrero de 1929, a última hora de la tarde, al regresar de una de sus cada vez más desesperadas idas y vueltas a la ciudad en busca de dinero, fruto de su trabajo o de algún préstamo, mi padre cayó fulminado delante de la puerta principal de casa". Así narra Eric Hobsbawm el más directo impacto de la Depresión en su memoria de 12 años. Dos años después iba a morir su madre. Pero hasta entonces, la extrema vulnerabilidad en que se hallaba su familia le había resultado casi inadvertida. El primer indicio de "lo dura que era la situación" lo había tenido —cuenta— luego de mostrar la lista de libros que pedían sus profesores del secundario: entre ellos el costoso Atlas Kozenn. "¿Es absolutamente imprescindible que lo tengas?", se había alarmado su madre. El libro finalmente se compró, pero —escribe Hobsbawm—: "la sensación de que en esa ocasión se había hecho un sacrificio importante siempre me acompañó". En su biblioteca, Hobsbawm conserva el viejo Atlas Kozenn un poco maltrecho y lleno de dibujitos en los márgenes. Dice que todavía lo consulta. Su obra, que abarcó el mundo entero en transformaciones sucesivas, quizás haya sido una forma de reconocer el valor de aquel sacrificio.

Ese mundo, que de nuevo se transforma mientras avanza la globalización capitalista, no verá desaparecer las unidades políticas reconocibles. Por ahora, al menos —afirma Hobsbawm—, no verá desaparecer los Estados nacionales. "La globalización debilitó muchos poderes del Estado. Hay una tendencia a globalizar la economía, la ciencia, las comunicaciones, pero no a crear grandes organizaciones supranacionales. Muchos Estados son irrelevantes o existen en función de la globalización (viven del turismo o como paraísos fiscales), pero hay cinco o seis que determinan lo que pasa en el mundo, y otros, más chicos, son importantes porque imponen límites a la globalización. La globalización capitalista, por ejemplo, insistía en el libre movimiento de todos los factores de la producción —dinero, bienes—, sin restricción y por todo el mundo. Pero la mano de obra es un factor de la producción que no ha instaurado el libre movimiento, y una de las razones es política (los Estados no lo permiten porque podría crear enormes problemas políticos a nivel nacional). El Estado no está desapareciendo; coexiste con la globalización, o sea, con un puñado de corporaciones, pero no desaparece."

—El proyecto de Unión Europea, dice, es todavía dudoso. ¿Cuáles son los aspectos más dudosos?
—No hay una identidad europea. En la UE, las decisiones las toman los gobiernos nacionales; las elecciones, incluso las europeas, se llevan a cabo en términos de política nacional. La expansión de la UE a 27 Estados lo hace aún más evidente: no creo que tenga futuro como Estado federal único y, hasta que no lo tenga, no tendrá un electorado efectivo ni será la base efectiva de la democracia. Eso no quiere decir que sea una mala organización. Al contrario, parece buena.

—Una grandeza económica.
—Económica y algo más: ha logrado establecer ciertos patrones comunes en materia de leyes aceptadas como superiores a las leyes nacionales de los Estados. Quizá lo más cercano a una federación.

—La UE acaba de sancionar una ley que castiga a quien niegue el Holocausto. Usted estuvo en contra del juicio al historiador David Irving (acusado de negar la "solución final"): "La misma expresión —dijo— pertenece a una era en la que la condena moral reemplazó a la historiografía". ¿Qué opina de esta ley?
—No creo que se pueda establecer o negar la verdad histórica por medio de la legislación. Fue un error sancionar leyes que consideren un delito negar el Holocausto, y es un error de los franceses tratar de promulgar una ley sobre el genocidio de los armenios, y fue un error del gobierno de Chirac insistir en que hay que enseñar que el imperio francés fue positivo. Es la opinión general de los historiadores profesionales —no hace falta aclarar que difícilmente tengamos simpatía alguna por los nazis o la masacre de los armenios por los turcos. Sólo que ésa no es la manera de establecer la verdad.

Usa un ejemplo futbolístico para señalar diferencias entre los EE.UU. y el antiguo imperio británico. ¿Le gusta el fútbol?
—No soy fanático pero todos somos parte de una cultura futbolística. Lo que digo es que hay un conflicto básico entre la lógica del mercado, una lógica global, y el hecho de que las emociones de la gente están atadas al equipo nacional. Por un lado, los clubes y la competencia entre los principales clubes de los principales países europeos son los que dan el dinero. Pero allí no hay nada nacional (como sabe, hubo un momento en que mi equipo, el Arsenal, no tenía prácticamente ningún jugador nacido en Inglaterra). Para estos grandes clubes, las selecciones nacionales son una distracción. No les gusta prestar a sus jugadores para que entrenen con sus selecciones. Pero las selecciones nacionales tienen que entrenar. Por lo tanto, para los clubes —empresas capitalistas, naturalmente— la selección nacional es una distracción y sin embargo no pueden prescindir de ella porque lo que mantiene al fútbol en funcionamiento es la competencia internacional.

—Esa distracción y las tensiones que plantea son un atractivo mayor. Los partidos no serían tan intensos si no estuvieran esas emociones en juego.
—Sí. Y en muchos sentidos, muchos países que antes no tenían identidad, como algunos de Africa, adquieren identidad a través de esto. Porque es más fácil imaginarse como parte de una gran unidad a través de once personas en una cancha que a través de abstracciones.

—¿Cómo influyen las emociones en su oficio de historiador?
—El historiador tiene que ser infinitamente curioso; tiene que poder imaginar las emociones de personas que no se le parecen. No se puede llegar al fondo de un período histórico si no se trata de averiguar cómo era. Alguien dijo una vez, muy acertadamente, que el pasado es otro país. Los historiadores son, de alguna manera, escritores, novelistas: tienen que imaginar pero no pueden inventar, deben guiarse por los hechos. Y el historiador tiene sus propios sentimientos pero ellos no deben interferir con las pruebas. En este sentido, el gran modelo es el francés Marc Bloch. No sólo era un maravilloso historiador: en su primer gran libro también imaginó una sociedad que creía que el rey estaba en contacto directo con el Cielo y que, por eso, la mano del rey podía curar sus males. Bloch tenía sus propias emociones, se unió a la Resistencia y murió a manos de los alemanes durante la Guerra. No era en absoluto una persona neutral.

—El historiador no inventa los hechos, pero descubre —en los textos, en los documentos, en el análisis— cosas que estaban allí y nadie había visto. "Descubrir" e "inventar" son palabras muy próximas, aun etimológicamente. Descubrir o inventar el Big Bang ¿no es lo mismo?
—Creo que los historiadores comienzan con ciertos problemas que surgen de cómo han sido criados, cómo piensan, etc. No llegan a la historia como cámaras que sólo filman (hasta las cámaras deben ser dirigidas hacia algo). Y además, los historiadores producen algo definitivo, permanente. No se pueden discutir las pruebas; sí las interpretaciones. Alguno cree que Elvis Presley no murió: está equivocado. Quien niega el Holocausto está equivocado. De allí partimos. Qué pien se usted de Elvis, cómo interpreta el Holocausto, hay infinitas discusiones posibles.

—¿Su concepción de la historia cambió en todos estos años?
—Básicamente no ha cambiado.

—Trabaja con el tiempo: ¿alguna vez pensó qué es el tiempo?
—Bueno, ahora pienso que tenemos que expandir nuestros horizontes por fuera de la vida humana. La humanidad abarca una pequeña porción de la historia del mundo, siguiendo patrones astronómicos o incluso geológicos. La agricultura se inventó hace quizá 10.000 años. Pero uno debe tratar de ver el cuadro completo. Uno de los grandes aciertos de Marx fue tratar de ver el desarrollo completo de la raza humana en perspectiva, desde que salió de las cavernas hasta el desarrollo de las sociedades. Eso no significa que uno no se pueda concentrar en períodos más breves. De hecho, uno debe hacerlo: los antropólogos solían entrenarse haciendo trabajo de campo sobre un determinado pueblo, y los historiadores se entrenan eligiendo determinado tema. Pero hoy el gran peligro de la historia es la excesiva especialización y que se enseñe la historia no como un progreso general de la especie humana sino como una serie de retazos elegidos según un criterio cualquiera. Y es muy importante que los historiadores se comuniquen, que escriban para que se los pueda entender, no sólo para otros especialistas.

Por Ivana Costa


LO QUE SENTIMOS POR HOBSBAWM

Para muchas generaciones de historiadores argentinos el nombre de Eric Hobsbawm es emblemático de una manera de concebir la historia, de practicar el oficio y de opinar y comprometerse.

Muchos supimos de él en 1964, cuando se tradujo al español Las revoluciones burguesas. Ese año lo leí en la Universidad, y desde entonces lo releí muchas veces, entero o por partes.

Todo Hobsbawm está allí. Su capacidad para articular, a veces de manera sorprendente, muchos y variados aspectos del pasado: de la economía al arte, de la política a la sociedad, de la ciencia al urbanismo. Su escritura, que es atractiva y amigable en la primera lectura, pero densa y compleja cuando se trabaja el párrafo o la línea. Sus esquemas explicativos, que integran cada aspecto, cuestión o dimensión en un gran relato, con sentido definido, al final del cual aparece el propio Hobsbawm, actor de la historia, pues fue un laborioso y convencido militante comunista.

Desde entonces muchos historiadores esperamos con ansiedad los tomos siguientes de su anunciada saga: La era del capitalismo, La era del Imperio y finalmente la Historia del siglo XX (pobre traducción de "la era de los extremos").

Para los docentes, Hobsbawm venía a poner orden en un proceso histórico tan difícil de entender como de enseñar. Durante los últimos veintitrés años estos libros fueron un pilar de nuestro curso de Historia Social en la Universidad de Buenos Aires.

A lo largo de esos años, algunas decenas de docentes y varios miles de estudiantes desmenuzamos sus explicaciones sobre la revolución industrial y el capitalismo, la sociedad burguesa y el mundo obrero, las revoluciones y la política democrática. Sus textos nos ofrecían comprensión del pasado y compromiso con el presente, dos necesidades básicas del universitario.

Otros muchos colegas hicieron lo mismo en universidades y hasta en colegios, y lo convirtieron en un clásico. La muchedumbre que se reunió para escucharlo hace unos años en Buenos Aires da testimonio de una popularidad que casi no tiene parangón en nuestro oficio.

Otros textos de Hobsbawm tuvieron una repercusión más específicamente ligada con la investigación. Bandidos sedujo a historiadores sociales y antropólogos, que buscaron ejemplos locales de sus Robin Hoods. El mismo Hobsbawm, en una visita en 1969, agregó a su multinacional lista de bandidos el nombre de Mate Cosido. Otros fuimos muy influidos por sus trabajos sobre el movimiento obrero y los trabajadores. Junto con E.P. Thompson, Christopher Hill y otros nucleados en la revista Past and Present, Hobsbawm propuso una visión renovada del marxismo, eludió el determinismo más grueso y planteó los conflictos sociales desde una perspectiva política y cultural. Leí esos trabajos hace tres décadas, con la guía de Leandro Gutiérrez, y a ambos nos ayudó a pensar nuestro trabajo sobre las sectores populares porteños en la entreguerra, aunque para ello debimos entender —no fue nada fácil— que nuestras sociedades urbanas, móviles e integrativas, eran radicalmente distintas de las inglesas estudiadas por él.

En fin, somos muchos los que en alguna medida nos sentimos hijos de Hobsbawm. Ya entrando en la edad madura, empezamos a mirarlo de una manera algo más distanciada y crítica. Advertimos, por ejemplo, que sus transparentes esquemas están demasiado subordinados al gran relato marxista. Más aún, sus Memorias revelan la impronta fuerte del Partido Comunista en su perspectiva de historiador (por ejemplo, en su escaso aprecio por el campesinado y sus posibilidades de transformar la historia). Quizá notemos que no le entusiasman muchas de las novedades que el oficio de historiador ha incorporado en las últimas décadas, demasiado blandas para su concepción más estructurada.

Hoy nos es difícil seguirlo en todo, como cuando éramos jóvenes. Pero esta toma de distancia con respecto al historiador se combina con la profunda admiración por la persona. Por quien es capaz de seguir fiel a sus convicciones y, a la vez, estar atento a todas las novedades del presente. Por quien, luego de renunciar al Partido Comunista británico, decidió pertenecer, en espíritu, al Partido Comunista italiano, el de Gramsci.

Sus escritos recientes nos muestran a un historiador nonagenario que conserva intactos su curiosidad y su espíritu crítico. También, a un ciudadano capaz de mantener las convicciones políticas que estructuraron su vida, y enriquecerlas con un sabio escepticismo.

En tiempos de descreimiento, de profesionalismo pragmático y de flexibilidad, sigue siendo un ejemplo admirable.

Por Luis Alberto Romero
Historiador, Docente (UBA), Director Centro de Historia Política (UNSAM).

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