lunes, 14 de junio de 2010

EMPEÑADOS EN BUENOS AIRES


Las peñas folkóricas en la ciudad porteña atraviesan una situación difícil: deben remarla a pesar de la falta de apoyo y reconocimiento del gobierno PRO y las desmedidas exigencias de habilitación pos-Cromañón. Sin embargo, ganan nuevos públicos mes tras mes.


No son tradiciones lejanas: para el porteño, el provinciano o el extranjero que vislumbre el gran caudal del folklore del país, las peñas de la ciudad de Buenos Aires han de ser espacios de diálogo entre las músicas de raíz y las del futuro. Como expresiones vivas de las identidades regionales, las peñas subsisten y buscan visibilidad en Capital, tan distinta a la del boom de los 50 y 60, cuando hicieron furor en clubes de fútbol e instituciones vecinales, a la par de las que impulsaban los artistas consagrados, con generaciones enteras mirando hacia el folklore.



En las peñas, los jóvenes se descubren bailando, no siempre con nostalgia provinciana, y –desde los nuevos tiempos– se compenetran con los ritmos autóctonos: sin prejuicios de tradición cerrada. Y las peñas porteñas son un eje: convocan de a poco a un nuevo público, ávido por vivenciar los ritmos y sonidos del NOA y el Nordeste. “Muchos se fascinan con el folklore cuando viajan al Noroeste, y luego eso repercute acá”, dice Chicho Décima, un fino conocedor del medio, cocinero en la peña El Empujón del Diablo, de Palermo. También ahí están La Peña del Colorado, Los Cardones, La Paila, pero la energía circula por los demás barrios de la ciudad.



Y no sin dificultades: luego de la tragedia de Cromañón, las exigencias de habilitación de locales para recitales de rock –y boliches bailables– se derramaron en los ámbitos folklóricos de la ciudad. “Te ponen un montón de reglas que en un sentido están bien, ya que no puede ser un delirio, pero acá se oscila entre la desidia total o el extremo de limitar todos los espacios”, cuenta Gustavo Ameri, impulsor, junto a Camilo Carabajal, de la Peña Eléctrica: un fenómeno inquieto, entre el rock folklórico, la electrónica y lo criollo, ahí en Ciudad Cultural Konex. “La Peña Eléctrica es la más urbana de todas. Eso nos distingue. Pero nuestra idea es generar un ámbito donde el que no escucha folklore no piense que es algo aburrido o grasa: suele haber una visión muy negativa de la raíz.”



Coincide Gabriel Redín, de la peña La Resentida (Caballito) y de La Ribera (Olivos): el desconocimiento y el menosprecio son comunes. “La Secretaría de Cultura no promueve el folklore. Apoya megaeventos millonarios pero no ayuda a los lugares chicos, a los centros culturales. Y las peñas son un eje clave de la cultura”, dice. “El Estado nos pone las cosas difíciles. Hay que entender qué son las peñas: qué es una zamba bailada por dos enamorados. No puede haber una ley para todo por igual. Luego de Cromañón no se puede bailar y tocar.”


PARTE DEL FOLKLORE


Redín hizo mención a la Ley de Peñas Folklóricas que promovió el Chango Farías Gómez en 2005, y cuya correcta aplicación sigue pendiente: los requisitos para autorizar el baile son exponenciales, sin criterios ajustados a la realidad. “El Estado debería apoyar al folklore como hace con el tango. Las peñas están encuadradas como boliche bailable, por eso tanta exigencia”, dice Teresa Mirachi, una de las creadoras, en 2003, de la peña La Encrucijada. Fue pionera e hizo escuela: hoy ya no existe. “Es que faltan locales para peñas y la ley es insuficiente: todavía tenemos que sacar permisos especiales”, dice Alejandra Lamberti, de la peña La Hechicera, activa hasta 2009, que recibía cuatrocientas personas una vez al mes. “Son muy pocas las peñas con continuidad. Hasta que no se modifique la ley habrá dificultades para todos.”



Ana Lusniak lo sabe: viajó por el país, conoció y volvió para replicar esa vivencia en Buenos Aires: creó la peña La Bandiada, hoy en Parque Patricios. “Lo que queremos es mostrar lo que crean los nuevos artistas con la cultura nuestra, pero se vuelve difícil en las condiciones actuales.” Y no se debe sólo a una política de seguridad: “Quien alquila el San Martín para una fiesta privada muestra qué idea tiene de la cultura”, sigue Redín. “En las peñas se genera cultura, y ahí está el problema: la Dirección de Música sólo organiza fiestas.” Y da una imagen afín: “La Secretaría de Pesca no sale a pescar; controla el comercio. Acá, Cultura hace shows, y lo que debería hacer es brindar oportunidades. No hay funcionarios a los que les importen las peñas”.



“Pero son espacios privados; no son nuestra responsabilidad”, responden desde el Ministerio de Cultura porteño: ningún funcionario desea hablar del tema peñas. ¿Qué futuro les espera a las peñas, a la música y el arte generados desde cada barrio? “Ojalá se den cuenta de que estamos. Los políticos no ven que en las peñas hay una linda libertad: deberían bregar para que sea más fácil realizarlas”, dice Redín.



Los sueños, aun así, no se aquietan: Alejandra Lamberti prepara otra peña para la segunda mitad del año con un norte: que regrese La Hechicera. “Apuntamos a la diversidad: a abarcar todo el universo folklórico.” Ese poder está en las peñas: ampliar el espectro de sonidos y ofrecerle al público parte de la nueva trama musical, sin guetos. “Es genial la mezcla de gente”, dice Gabriel Atum, de La de San Telmo (Perú 571). Su colega, el cantante santiagueño Raúl Collado, se ríe con cadencia. “No sé si es un público muy definido el de las peñas. Por ahí, gente que va a nuestra peña luego va a ver a La Bomba del Tiempo o a la Peña Eléctrica.”
Esa apertura es una marca: contra todo prejuicio de autenticidad telúrica, las peñas porteñas cobijan a las nuevas búsquedas: a esa tradición que –como decía Yupanqui– sigue esperando adelante. “En la Peña Eléctrica buscamos un hilo conductor”, suma Ameri. “Una de las peñas es más electrónica, otra es más rockera, pero sin perder el folklore criollo.”



El cruce de regiones y ritmos está también en una de las peñas más concurridas: desde hace cuatro años Los Cumpas (Solís 485) recibe alrededor de ochocientas personas el segundo sábado del mes, con color jujeño. “Y la gente pide carnavalitos, huaynos, saya, tinku. Se abrió el espectro más allá de la chacarera y la zamba, que están buenísimas pero no son lo único”, dice Lamberti.



Lejos de quienes ven, sólo con ojos comerciales, que el tango es el color exacto de Buenos Aires, la mística peñera no desfallece: folklore, rock, electricidad y ritmos ancestrales están en la misma sintonía. Un diálogo que estaba esperando hacía treinta años. “No necesitamos plata, sí que no nos pongan palos en la rueda”, despeja Ameri. “Los proyectos culturales bien armados, y también los que se están armando, tendrían que tener una protección. Sin un lugar donde uno pueda crecer y vincularse, si clausuran o ponen límites de toda índole, es muy difícil que la cultura emerja.”


Patricio Féminis


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