miércoles, 19 de mayo de 2010

UN BARRIO PLATEADO POR EL PLOMO


Vida cotidiana en Fuerte Apache, nueva estigma de la peligrosidad.


Por Sebastián Hacher
Periodista

El gendarme Roberto Omar Centeno no tuvo tiempo de nada: cayó al piso con un plomo en la cabeza y murió mientras su compañero pedía auxilio. Pocas horas después, los medios de comunicación apostados en Fuerte Apache rodearon de micrófonos al único adolescente que aceptó dar su testimonio. No sin dificultad, Edgar contó que al uniformado “lo habían matado por diversión” y que, “por la ley del barrio” nunca darían con el asesino. De seguro, dijo Edgar, fue algún ladrón que volvía a su casa, y que el gendarme “pestañeó y le cabió (sic)”.

Al pibe lo detuvieron ni bien terminó de hablar. Más tarde, la televisión lo mostró en un video donde hacía alarde con una pistola calibre 38 sin gatillo ni percutor. Él en persona se lo había entregado a los movileros y la imagen sirvió de ilustración para que los opinólogos analizaran sus declaraciones. Con el correr de las horas, Edgar se convirtió en una especie de ícono social: el ejemplo Edgar, paradigma de la juventud perdida. Nadie sabía, sin embargo, que se trataba del opa del barrio: un retrasado mental que se aprendió de memoria el argot tumbero, y que lo repitió frente a la prensa para tener sus cinco minutos de fama, algo que por cierto logró.

Horas después, se pudo saber que la bala mortal había llegado desde un lugar lejano: antes de entrarle por la oreja al desafortunado suboficial atravesó la garita que, por cierto, no era blindada. Pero tanto la distancia como la existencia de esa casilla hacen dudar que el autor del tiro supiera que le estaba disparando a un ser humano. Fue un tiro al boleo, algo no extraño en los puestos de vigilancia, aunque los ataques contra los gendarmes no siempre son con balas. Por lo general, desde los techos arrojan macetas, agua caliente, botellas vacías y pañales usados. “Es que con la Gendarmería –confió Marín, un joven del barrio a Miradas al Sur– lo que sentimos es odio, resentimiento e impotencia, en ese orden”.


Bajo control. Los cascudos, como apodan en Fuerte Apache a los gendarmes pertrechados para el combate, llegaron allí el 14 de noviembre del 2003. Martín recuerda ese día como si fuera hoy. Se levantó y su madre le dijo que no saliera, que otra vez venía “la invasión”. La primera había sido cuando él era un niño: corría el año 1984 y, después de un tiroteo, llegaron 2.000 poliacías para allanar casa por casa. “Parecía una película de guerra –recuerda Martín– y cuando llegaron los gendarmes fue igual. Vinieron a copar el barrio”. Martín se crió con esa imagen. Ahora tiene 28 años, y si bien se siente privilegiado porque consiguió trabajo, cuando habla del pasado sus ojos azules parecen estallar de furia. Si hay algo más difícil que ser adolescente, es serlo en Fuerte Apache, y la Gendarmería parece ser la única contención que reciben los jóvenes. Muchos de ellos adoptan como propia la identidad criminal que la sociedad les atribuye. “Acá no hay oportunidades –dice Martín– y la gente del barrio siempre se la tuvo que arreglar sola. El jubilado que vive en el piso 8 capaz que está contento con los gendarmes, porque no quiere ruidos ni nadie que lo joda, pero para nosotros es una cosa que no nos deja vivir”.

Aunque opina que un poco de control está bien, con los gendarmes Martín tuvo que acostumbrarse a que su hijo crezca entre armas largas, y a las requisas constantes. “Desde que llegaron –dice– cambiaron algunas cosas: no se puede fumar porro en la calle porque te lo sacan. Y cuando te paran, te ponen contra la pared y te patean los tobillos con los borceguíes para verduguearte”.
La noche que mataron al cabo Centeno, él estaba cenando con sus compañeros de trabajo. Pocos minutos después de que se conociera el hecho, recibió una catarata de mensajes de texto en su celular. “No vengas –le decían– están parando a todo el mundo.” Esa noche, nadie entró ni salió del barrio. Los gendarmes estaban como locos. “A ustedes hay que matarlos a todos”, susurraron a su hermano menor mientras lo revisaban a patadas. Por la mañana, mientras iba a trabajar, su novia pasó por la misma situación, algo que para Martín es un punto sensible. “Es que son atrevidos –dice– más de una vez me tuve que pelear con ellos porque le gritaban cosas.”

El miércoles, 300 policías allanaron varias viviendas del barrio. Muchos se lo venían venir, y esperan que eso genere una relativa calma. “Encanaron –dice Martín– a cuarenta giles con fierros oxidados. Y salieron en los medios, mostrando que ya tienen al asesino. Ahora todo va a seguir igual, y nosotros nos van a seguir matando: hace tres meses, los gendarmes bajaron a un pibe en el nudo 4. Era uno que salía de estar preso, y nadie habló de él.”


Identidad. El subteniente Yamil Mamud, de la Comisaría 6ta. de Ciudadela, ensayó su propia explicación sobre los disparos contra las garitas. “Es un hobby”, dijo a los medios, y enseguida agregó que “acá, en un 90% estamos rodeados por delincuentes”. Eso significaría –de ser cierto– que Fuerte Apache está habitado por 31.500 delincuentes, con lo que estaríamos frente al barrio más peligroso del mundo. Pero en realidad, el gran récord de Fuerte Apache es el del abandono. Un ejemplo basta para entenderlo: este año, como parte de una campaña publicitaria, una multinacional de ropa deportiva quiso hacer una donación a una entidad benéfica del barrio, y descubrió que no había ninguna. Ni comedores, ni ONG, ni movimientos sociales. El único tipo de organización comunitaria, además de la iglesia y un salón de fiestas, la tienen los que instalan la televisión por cable y teléfono: como las empresas no quieren entrar, un grupo de vecinos ofrece el servicio.

El panorama parece un triunfo del diseño de un barrio ideado por Onganía, construido en parte por Lanusse y terminado por la última dictadura para limpiar Buenos Aires en vísperas del mundial. Desde el vamos, está pensado para esconder la pobreza: aislado del resto de la ciudad, sin espacios públicos claros, con una geografía dispuesta para impedir la integración. Y todo apunta a servir como de un gueto. Y que la única intervención del Estado sea que la Gendarmería cuide las fronteras, es tan sólo la coronación del proyecto.

No es nada extraño que, cada tanto –y de manera inexorable– semejante realidad nos estalle en la cara de la peor manera.

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