sábado, 17 de abril de 2010

SEMIOLOGÍAS


Por Ricardo Foster


No hace falta ser un semiólogo avezado ni un experto en desciframiento del lenguaje de los medios de comunicación para, a estas alturas, darse cuenta de la caída en picada de cualquier atisbo de “objetividad informativa”. Hasta el más simple de los lectores, ese que carece de cualquier animadversión hacia un determinado grupo mediático, incluso ese que rutinariamente inicia su día con la lectura del periódico que lo viene acompañando desde que tiene memoria, no deja de sentir que algo no funciona, que algo huele mal en la Dinamarca de los grandes medios. Para cualquiera que utilice el tan mentado sentido común resulta casi un escándalo de la razón comprobar que en decenas de páginas (y no estamos incursionando, estimado lector, en la radio y la televisión donde es comprobable el mismo efecto de homogeneidad informativa y de montaje de la realidad que se ofrece al telespectador o al radioescucha) se muestra una imagen monocorde del país, una suerte de descripción que entremezcla el desastre natural, la corrupción administrativa y gubernamental, el autoritarismo salvaje, el peligro inflacionario, la destrucción sistemática de las instituciones (la última joya a la que se apela ahora es al sacrosanto Banco Central y al uso discrecional de las reservas), la inseguridad que vuelve la vida cotidiana en un remedo del infierno o en una suerte de guerra de todos contra todos. Nada diferente resalta sobre ese fondo de horrores continuos; ninguna luz entre tanta tiniebla. Apenas desastre y desolación causados por “el matrimonio presidencial”, pareja de demonios que se solazan en aniquilar el ahorro y el patrimonio de los argentinos engordando sus propios y, seguramente, mal habidos bienes. Un odio visceral recorre algunas rotativas, un odio que se expresa en coberturas escandalosas y en la búsqueda de proyectar la imagen de un gobierno impresentable y huérfano de toda capacidad política. Más allá de cualquier argumento lo que emerge de la pluma de algunos editorialistas es la más brutal de las simplificaciones unida a una extraña e inquietante dosis de odio que se desparrama sobre ciertos sectores de la clase media como recordándonos tramos antiguos de nuestra historia metaforizados en una frase brutal: “¡Viva el cáncer!”.

Ni siquiera las tormentas que están haciendo que las aguas bajen turbias en la ciudad autónoma de Buenos Aires desnudando la impericia y la incapacidad del macrismo para hacer algo positivo y mostrando los sedimentos lodosos de una gestión de derecha, alcanzan a desviar la obsesión de esos grupos mediáticos en su afán de obturar cualquier acceso del lector a una información algo más plural y diversificada. Todas las noticias, las buenas, las regulares y las malas serán montadas de tal modo que sólo tiendan a destituir a un gobierno, eso escriben insistente y obsesivamente, vacío y vaciado de toda capacidad de gestión republicana (otra de sus frases favoritas). Si las paritarias con los docentes alcanzan un acuerdo salarial significativo, profundizando la tendencia de los últimos años a mejorar de una manera inédita el haber de maestros y profesores, la noticia será presentada como un intento del gobierno de poner en problemas a las provincias. Si la tasa de desempleo baja ostensiblemente mientras en Europa crece proporcionalmente a la agudización de la crisis económica, es una casualidad no digna de mención ni de explicación alguna o simplemente se debe al mítico “viento de cola” o al falseamiento de los datos por parte del Indec. Si los salarios de los trabajadores tienden a recuperar parte de lo perdido durante décadas de dominio arbitrario de las políticas de ajuste y de ortodoxia neoliberal, se trata, pura y exclusivamente, del retorno de la espiral inflacionaria que, como todos saben, es el resultado de la alquimia de aumentos salariales y aumento del gasto público (silenciarán prolijamente que las “soluciones” ofrecidas por los gurúes de la economía implican, como ya lo conocemos, reducción del déficit fiscal a partir del recorte de los salarios y la caída del consumo). La asignación universal para los niños será descripta pura y exclusivamente, cuando hay buena leche, desde sus carencias administrativas o, cuando de lo que se trata es de horadar más y más, desde la pura lógica del clientelismo. La defensa del trabajo y de la producción, la búsqueda de inversiones públicas que morigeren la crisis entre nosotros apelando a recetas no ortodoxas, es presentada como crecimiento brutal del déficit fiscal o como mera apropiación, por parte de “la caja”, de las reservas y de los ahorros de los argentinos (todavía lloran lágrimas de cocodrilo por el “saqueo de las AFJP” silenciando el gigantesco negociado que significaron durante los años noventa y como pata clave en el endeudamiento del Estado y como cereza del postre de la destrucción de riquezas y de ahorros argentinos). Nada les dice el aumento del turismo interno durante el verano, tampoco la recuperación evidente de la capacidad productiva y los pronósticos, todos positivos, de las principales consultoras (esas, incluso, que resultan intachables a los ojos del establishment) respecto de la marcha de la economía en el 2010. Si aumenta el precio de la carne la culpa la tiene, como es obvio, el Gobierno y sus “políticas anticampo”, ocultando el vínculo inmediato y evidente entre la expansión desmesurada de la frontera sojera y el detrimento de la producción ganadera que se relaciona con la imposibilidad, derrota parlamentaria mediante, de imponer retenciones móviles como un instrumento, no el único pero sí imprescindible, para frenar esa expansión (tampoco harán ninguna mención a la crisis estructural, que viene desde la década del sesenta, ni a que la mejora en el poder adquisitivo de los sectores populares genera inmediatamente un aumento exponencial en el consumo de carne, esas son pavadas que no hay que explicarle al lector porque toda la culpa la tiene Guillermo Moreno, el cuco que aterroriza a los “honestos productores” y a los empresarios intachables que, entre otras cosas, son los grandes formadores de precios). Ni una línea para comparar la caída en picada de España o de Grecia respecto de la relativamente suave travesía del país durante lo peor del 2009.

El Fondo del Bicentenario no es otra cosa que un manotazo de ahogado para hacerse con las reservas “intangibles” del Banco Central mientras se oculta lo que significan las reservas y lo que implica liberar fondos del presupuesto para mejorar el empleo y motorizar la economía. Silencio o desprecio por las señales inequívocas de una realidad que se niega a comportarse de acuerdo con los deseos de la corporación mediática. Los errores y las contradicciones del Gobierno, sus debilidades a la hora de profundizar un proyecto de contenido popular, no son las que preocupan a la corporación mediática, su afán es aniquilar cualquier iniciativa que implique ponerle límites al poder de los grandes grupos económicos y terminar con la anomalía inaugurada inesperadamente en mayo del 2003. Para eso utilizan la retórica de la impostura, la proliferación de informaciones sacadas de contexto y la multiplicación de imágenes del caos y la corrupción. Lejos de su ánimo señalar las deficiencias del kirchnerismo a la hora de regenerar participación popular y de darle forma más consistente a la redistribución de la renta.

Decía que no hace falta ser un lector de Roland Barthes, de Guy Debord, de Julia Kristeva o, entre nosotros, de Oscar Landi, de Heriberto Muraro o de Nicolás Casullo, para, semiología casera e intuición mediante, descifrar el giro alucinante de la corporación mediática hacia la producción intensiva de una escenificación de los acontecimientos que sólo ofrecen la imagen de la decadencia y la descomposición. Su espectacularización de los sucesos tiene como único y obsesivo objetivo desplegar ante los lectores la geografía de un país arruinado y en vías de ser sacudido por un estallido social de magnitudes impredecibles. Todas las informaciones se aglomeran y hacen cola para describir un escenario de locura que tiene como principales ejecutores a un maníaco crispado y a una pobre bipolar (así, sin mediaciones ni anestesia, describen a quienes son objeto de su odio desenfrenado), verdaderos causantes de los males que asolan la vida cotidiana de los argentinos.

Desde lo más relevante a lo más insignificante, nada queda fuera de ese relato que, obviando las sutilezas y moviéndose en la dimensión de lo crudo, es decir de lo pre-cultural incluso, busca dramatizar un presente en estado de catástrofe. Puro desquicio mientras el país deja pasar, una vez más, la dorada oportunidad para recuperar los fastos del Primer Centenario (imagen soñada de la utopía retrospectiva de nuestro establishment agroindustrial). Han superado con creces la voluptuosidad antiyrigoyenista del diario Crítica en el final de los años veinte que concluyó en el golpe de Uriburu; se esmeraron en emular y en rebasar a la prensa canalla de la Revolución fusiladora del ’55; convirtieron en un juego de niños la horadación sistemática que ejercieron sobre el gobierno de Illía y que luego volvieron a desplegar con el de Alfonsín al lograr una univocidad inmaculada en la construcción de un frente común contra la “satrapía populista” de los Kirchner. Se ocuparon, sin demasiada convicción, de borrar las marcas visibles de su complicidad con la dictadura del ’76, mostrándose, al mismo tiempo y sin pudor alguno, como los más aguerridos sostenedores de la democracia y de la libertad de expresión.

Todo está allí sin disimulos, ningún velo ni ninguna astucia narrativa busca esconder la transformación de esos grandes medios de comunicación en defensores a ultranza de sus propios intereses. Han dejado bien atrás el enmascaramiento y el lenguaje de la ambigüedad como si fueran expresión de una época ya superada en la paciente artesanía de la destitución de un gobierno democrático. Saben, y así lo expresan a través de sus principales “periodistas independientes”, que su función principal, la que justifica todos sus afanes, es potenciar un sentido común y una opinión pública en consonancia con sus deseos restauracionistas. Saben, por experiencia propia, que el terreno de lo discursivo-mediático es el verdadero campo de batalla, que en él se juega “el destino del país”. Lo que no dicen, aunque cualquier lector algo despabilado ya lo sabe o lo intuye, es que ellos “son” la opinión pública, ellos son quienes intentan darle forma a un sentido común desprovisto de cualquier posibilidad crítica. Lo que tal vez no acaban de ver, enceguecidos por su propia soberbia y su discurso autorreferencial, es que son cada vez más los lectores que, sin ser refinados semiólogos ni ser defensores a ultranza del Gobierno, ya no comen gato por liebre.

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