sábado, 10 de abril de 2010

EXTRANJEROS Y PARIAS EN EL MUNDO DE LA ABUNDANCIA


Por Ricardo Foster


La globalización del capital supura una nueva forma de indigencia, arroja al vertedero de la historia masas anónimas de seres humanos despojados de cualquier tipo de derechos, sombras que se desplazan de aquí para allá buscando un lugar imposible, una tierra hospitalaria. Leer los síntomas de un tiempo de injusticias articulado con una exuberante exhibición de riquezas inauditas de parte de los países ricos de la tierra, supone, en primer lugar, toparse con esa figura del desterritorializado, de aquel que ha quedado al margen de la ley y del mercado, de quien pasa a ser nada, nadie, un vacío que, sin embargo, ocupa el lugar del escándalo moral de una sociedad que prefiere desplazar su responsabilidad, que opta por elaborar supuestas políticas “humanitarias” que no hacen otra cosa que consolidar el terrible estatuto del paria. Ser un refugiado o un indocumentado implica carecer de derechos y quedar disponible ante las decisiones del poder soberano, de esas máquinas estatales que hoy deciden sobre el destino (léase la vida o la muerte) de millones de expatriados que pululan por un mundo inhóspito.

Lo que la actualidad ilumina es aquello que ya constituía una realidad mundial pero que, pese a su escandalosa presencia en el centro mismo del mundo desarrollado, permanece invisibilizado, suerte de ausencia que en su proliferación se vuelve sombra indiscernible para aquellos que habitan un tiempo de ensimismamiento y de autismo moral. Tal vez este sea uno de los síntomas de una época de furiosas iniquidades, sea la expresión muda de una violencia demoledora que ha caído sobre millones de seres humanos despojados, dañados en el fondo de su integridad, arrojados de su dignidad y desnudados de subjetividad.

La imagen era elocuente, rostros demudados, niños hambreados y sufrientes, moscas, suciedad, cuerpos heridos e infectados, ojos vacíos o llenos de un dolor inextinguible; todo estaba allí, la pantalla televisiva lo abarcaba con su impunidad única, desconsoladora, capaz de mostrar lo irrepresentable. Pero lo más sorprendente no eran las imágenes que ofrecía la CNN, lo terrible, lo moralmente inaudito, era que esas atrocidades acompañaban las plácidas conversaciones de los comensales de un restaurante porteño. Mientras escribo estas líneas, mientras intento pensar el horror contemporáneo que se ceba sobre el cuerpo del refugiado o del indocumentado, no puedo dejar de recordar esa escena absurda y tremenda, pródiga de significaciones, expresión de un idiotismo moral que hoy atraviesa de lado a lado a los ciudadanos que permanecen de este margen del mercado, que aún pueden disfrutar de una acomodada vida burguesa. Los reflejos que mueven a la indignación frente a la injusticia están abotagados, inclusive para muchos ya ni siquiera existen; es posible comer y mirar, comentar la campaña de Racing y de reojo observar el rostro de un niño afgano o haitiano escaldada su piel, abierta la mirada hacia nadie. Y eso no le sucede sólo al individuo indiferente, a aquel que hace mucho que no se subleva por nada ni reconoce en la injusticia cometida contra el débil un acto que lo involucra; eso también me sucede a mí que estaba cenando con amigos y mientras las imágenes se sucedían podíamos hablar tanto de los bombardeos sobre alguna aldea afgana, las últimas imágenes de una devastación natural o el sainete del Senado argentino. La diferencia radica en que al menos uno siente lo absurdo y alucinante de la escena, sabe que algo no funciona, que allí hay un claro ejemplo de una realidad dislocada, de una fragilidad moral absoluta, pero también sabe que el sistema ha logrado profundizar en estos efectos, en estas extrañas alquimias, que ha mostrado una inagotable capacidad de invalidar la genuina indignación convirtiéndola apenas en un gesto de conmiseración distanciada. Incluso uno de los efectos que produce en el espectador es el de estar frente a causas naturales, a fuerzas indómitas y oscuras que vuelven inexorable esa realidad atroz. ¿Quién asume la responsabilidad? ¿Cuáles fueron las causas de esas hambrunas y de esas multitudes de refugiados? ¿Qué se hace para paliar el sufrimiento? ¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Cuál es la raíz de la injusticia? En la profundización del abismo abierto entre el refugiado y el comensal está simbolizada la tragedia de nuestra época.

El refugiado es apenas una figura que ocupa momentáneamente la pantalla, que apenas si deja una tenue marca en la retina del telespectador que será rápidamente reemplazada por otra imagen completamente opuesta, tal vez la de bellos cuerpos juveniles tomando el sol en una playa caribeña. En esa proliferación de imágenes contrapuestas radica la astucia del dispositivo mediático; todo está allí, todo es mostrable y, al mismo tiempo, el efecto es el de una abrumadora distancia aunque esté sucediendo a nuestro alrededor. Todos nos hemos vuelto espectadores de un mundo que sólo parece acontecer en el terreno inasible de la realidad virtual.

La evidencia de esas imágenes del horror compartiendo la cotidianidad culinaria no sólo nos remite al desfondamiento valorativo, al anestesiamiento moral de una sociedad que gira en el vacío de sí misma, también nos permite construir una reflexión sobre la condición del otro, de aquel que se ha convertido en refugiado o en indocumentado (en un paria en el interior de una sociedad que busca volverlo invisible y, al mismo tiempo, portador de todos los males) y nos exige retomar la cuestión hoy olvidada de la hospitalidad, del gesto de acogida que respeta la sacralidad del huésped. Que las culturas antiguas practicaban la hospitalidad es algo demasiado conocido aunque silenciado, que principalmente lo hacían las comunidades del desierto entre las tribus nómades también lo es. Lo que queda por pensar, siguiendo el sendero abierto por el filósofo Emmanuel Lévinas, es la profunda implicancia cultural y ética de esa hospitalidad, de esa imprescindible acogida del extranjero, confrontándola con la ausencia contemporánea, con los extenuantes e hipócritas debates alrededor de la figura del refugiado o la impudicia moral de una Europa que transforma a los indocumentados en delincuentes (por no hablar de nuestra insistente criminalización de los pobres y, dentro de ellos, de los adolescentes). Se trata no de regresar a un pasado clausurado, aquel tiempo en el que cualquier alejamiento del hogar significaba entrar en tierras cargadas de peligros, sino de pensar nuestra época que ha visto surgir como uno de sus dramas centrales la proliferación de masas de migrantes que se desplazan sin un norte seguro, que huyen del hambre y las guerras civiles, que buscan la quimera de un futuro para sus hijos, que siendo parias en su tierra creen que podrán dejar de serlo en esos países vislumbrados como fabulosos desde la lejanía de su increíble pobreza. Pero también la acogida del extranjero remite a otra dimensión fundamental: nos recuerda la continuidad del rechazo racista, el recuerdo vivo del exterminio judío, la negación del otro que condujo a la muerte a millones de seres humanos despojados de reconocimiento y de derechos. Desde el genocidio perpetrado por los turcos contra la población armenia, pasando por la aniquilación de los gitanos por parte de los nazis, hasta los campos de estupro étnico en la ex Yugoslavia y las masacres de Tutsis en Ruanda, vuelve una y otra vez, como imagen del siglo que se ha cerrado a nuestras espaldas, la tragedia del otro, el terrible lugar del diferente o simplemente del proveniente de otro pueblo. Genocidios racistas, genocidios culturales, genocidios por razones políticas, genocidios económicos, todas formas de una constante que amenaza con continuarse en el siglo que se inicia adquiriendo la fisonomía, ahora, del refugiado o del indocumentado, de aquellas masas desprovistas de entidad jurídica, pasivos sujetos de las decisiones de otros, cuerpos en disponibilidad.

La hospitalidad remite a la bienvenida no del familiar o del conocido, no es el gesto nacido de la fraternidad, de la fratria, de la hermandad, de los vínculos de sangre, es la acogida del extranjero, de aquel que es portador de una otredad porque proviene de otra geografía, porque ha desandado los caminos que salen de la comarca conocida y se ha internado en tierras extrañas. Recibir al extranjero constituía una obligación sagrada, lastimarlo durante su estancia se volvía un crimen mayúsculo; darle protección, alimentarlo, escuchar sus historias, cobijarlo, ofrecerle el hogar, representaba el sentido esencial de la hospitalidad. Pero el extranjero no sólo era portador de historias y una fuente preciosa de información, aquel que relataba lo que sucedía más allá de las fronteras, sino que simbolizaba las riquezas y los peligros de la diferencia, constituía, para la comunidad de acogida, una mezcla de bendición y amenaza, siendo la hospitalidad un mecanismo sutil a través del cual se integraba al huésped y se exorcizaba, en gran medida, su condición amenazante.

En la época de la globalización nos encontramos con la paradoja de fronteras que se cierran, de legislaciones que tratan al extranjero como un apestado o que simplemente postulan su vacío jurídico. Son los países más pobres los que hoy reciben el grueso de los refugiados, son ellos los que cargan sobre sus espaldas una responsabilidad que los países ricos evaden cubriendo sus conciencias destinando algunas partidas de dinero, algo de medicinas y alimentos mientras se niegan a darles un lugar en sus territorios, olvidando que durante siglos ellos han lanzado a millones de sus pobres e indigentes hacia esas mismas geografías de las que hoy parten las masas de desarraigados o que se han beneficiado con sus riquezas de todo tipo, generando un verdadero proceso de expoliación colonial que está en la base de las miserias actuales. El orden político de los países centrales hoy encuentra su última ratio en lo que hace o deja de hacer respecto de esos seres humanos que deambulan por su interior o que se concentran presionando sobre sus fronteras. Ilegales, exiliados, refugiados, marginales, indocumentados, todos nombres que remiten a lo mismo: su condición de nuda vida, su indefensión, su disponibilidad, la nulidad de su existencia, la violencia a la que se los somete de acuerdo a las leyes del poder soberano. Es por eso que una palabra olvidada, borrada de los diccionarios, es la palabra hospitalidad precisamente allí donde no hay acogida y donde el extranjero es un perpetuo sospechoso o un número en el registro de la policía aduanera.

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