viernes, 5 de marzo de 2010

BUSCAR A LOS PIBES, PERO NO PARA ENCERRARLOS


Por Pedro Lipcovich

El recurso de amparo en favor de menores con adicción al “paco”, al que hizo lugar la Cámara de Apelaciones porteña, acierta en su propósito de que el gobierno de la ciudad “cese en su omisión de asistir adecuadamente a aquellas personas”, pero se equivoca al centrarse en la instauración de una red de centros de internación forzosa, próximos a villas de emergencia. Los lugares de “internación coactiva”, como los denomina el fallo, responden al modelo de la “comunidad terapéutica”, cuyas tasas de recaída tras la internación se aproximan al ciento por ciento. Funcionan sobre la base de la abstención total del consumo de la mayoría de las sustancias psicoactivas –compensada por la aceptación y promoción del tabaquismo–, bajo un sistema de encierro con altísimo control social. Las internaciones se prolongan durante meses o años y cuando el sujeto es liberado, en ausencia del contexto que sostenía la abstención, vuelve al consumo prohibido –al que se suma la definitiva adicción al tabaco–. En realidad, esto sucede en los mejores casos: los peores son los de las distintas “comunidades terapéuticas” que han sido denunciadas por maltratos a los internos.

La medida de la Cámara porteña responde a un recurso de amparo presentado hace más de dos años contra el gobierno de Jorge Telerman por el asesor tutelar Gustavo Moreno. El funcionario citó el caso del chico que “vomita sangre” o el que “tiene escaras en las piernas”, en relación con el consumo de paco: por cierto, el sistema de salud debe llegar activamente a estos chicos, pero no para encerrarlos, sino para curarles las escaras y las úlceras; hay que ir a buscarlos, no para apresarlos sino para acompañarlos, y a esto se lo ha llamado “reducción de daños”: es la estrategia que ha dado mejores resultados, y la que abre la puerta para que el usuario se acerque voluntariamente al sistema de salud, posibilidad que la internación coactiva cierra para siempre. (Véase por ejemplo, entrevista a Denis Petuco, de la Asociación Brasileña de Reductores de Daños, Página/12, 11 de octubre de 2008.)

Este abordaje no niega la posibilidad de que una persona deba ser internada, aun contra su voluntad, por estar en riesgo su vida o la de terceros, en hospitales generales o por medio de las guardias especializadas que establece la Ley 448 de Salud Mental de la ciudad (cuya constitución sigue pendiente en la mayoría de los hospitales). Lo que no debe admitirse es una estrategia basada en la creación de institutos de encierro.

El pedido de amparo plantea, de modo totalmente genérico, “que en las villas resulta muy difícil que un niño, niña o adolescente pueda sostener un tratamiento ambulatorio, ante la falta de contención familiar y social”, por lo cual requiere que los centros de internación se instalen en las inmediaciones de esos barrios. El doctor Moreno destaca el problema de la “violencia familiar”, citando el caso del joven que “golpea a su madre”. Pero la violencia familiar no suele ser causada por los niños sino por los adultos, usualmente por hombres golpeadores: así, esta medida judicial adhiere a la coartada que, mientras niega y silencia que quien debería ser apartado de la familia es el adulto violento, promueve la segregación del niño, niña o adolescente cuya conducta denuncia el conflicto.

El apartamiento del joven conflictivo no sólo agravará sus problemas, sino que, como falsa solución para la familia a la que pertenece, generará efectos nocivos; por ejemplo, que otro miembro de la familia, probablemente un hermano, pase a ocupar el lugar vacante, con lo cual la cantidad de chicos con adicción al paco se multiplicará.

Todo esto quiere decir que la presencia del sistema de salud mental (materializada en personal con vocación y estímulo para esta tarea) debe concernir también a las familias de los chicos con adicción al “paco”. En este marco debe darse respuesta a la angustia de sus madres: en la medida en que puedan procesarla, advertirán por sí mismas que, si algo puede hundir a un chico en la desesperación, si algo puede arrojarlo a la urgencia de perderse, es que su mamá exija que lo priven de la libertad.

En cuanto al riesgo de recaída porque “el grupo de pares sigue consumiendo”, según señala el asesor tutelar, en realidad es uno de los factores por los que fracasan los tratamientos basados en la privación de libertad: finalizada la internación, la víctima vuelve a su grupo de origen, cargando además el resentimiento y la humillación de haber sido encerrada. Al revés, en el marco del respeto por las culturas comunitarias, se han pensado estrategias para que los sujetos puedan reducir sus consumos aun sin retirarse de sus grupos de pertenencia (véase por ejemplo la entrevista al antropólogo Eduardo Menéndez, Página/12, 9 de junio de 2008).

Se objetará que la probabilidad de éxito de estos abordajes es reducida: efectivamente lo es, porque el problema responde a causas sociales, políticas y delictuales que van más allá de todo sistema de salud. Pero esos limitados resultados favorables existen, se han probado en el mundo y serán siempre superiores al dañino fracaso de la internación coactiva. Es cierto que la privación de la libertad, más allá de las buenas conciencias de los funcionarios responsables, tiene éxito en sus dos objetivos inconfesados: sacar de la vista de la sociedad a los niños, niñas y adolescentes indeseables, e introducirlos en el sistema de reclusiones y castigos donde pasarán el resto de sus vidas.

* Editor de la sección Psicología de Página/12.

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