martes, 12 de enero de 2010

EL SUBSUELO DE LA POLÍTICA











Por Violeta Rosemberg y Celeste Orozco





Sobrevivir a Cromañón es una mierda.





La conclusión es imprecisa pero a cinco años del incendio en Once la frase resuena entre varios de los que están vivos. En muchos casos sienten que no hay salida. Aun si el juicio hubiera condenado a “todos” no hubiera alcanzado. Necesitan explicaciones: pensar Cromañón más allá de su judicialización o, sencillamente, seguir hablando del tema para no quedar marginados bajo el estigma de una desgracia circunstancial. No pueden olvidar las condiciones que provocaron el desastre. Aunque haya habido una sentencia, sienten, que no les alcanza.





Después de Cromañón y como consecuencia del dolor, sobrevivientes y familiares (los que sufrieron la pérdida de un hijo, un pariente o un amigo) dieron paso a un movimiento colectivo con características complejas, difíciles de encasillar en las categorías políticas habituales y con serias dificultades para articular un discurso capaz de conmover al resto de la sociedad. La mayoría de los padres acusa a Callejeros, mientras que muchos de los jóvenes creen que la banda no merece condena, que no quiso que muera su público. Sin embargo, distinguen responsabilidades y errores de los que hay que hacerse cargo.





Con esa voluntad que bien podría llamarse de lucha, los sobrevivientes encabezaron acciones y gestos políticos sin demasiado registro de sus participantes: el que llega puede quedarse; el que quiere irse, también. La situación de cada uno ante el juicio fue dispar (algunos eran querellantes, otros testigos, varios las dos cosas, y no son pocos los que evitaron llevar adelante acciones legales por descreimiento, sentimiento penosamente heredado de los 90).





Por fuera de los tribunales encarnaron una suerte de resistencia, prolongación de eso que se dio en llamar cultura del aguante y que tiene lógicas similares a las que se imponen cuando ellos mismos se congregan en un recital de rock: un fuerte sentimiento de comunidad, lazos de solidaridad, identificación con el otro y un lugar de expresión.





Fueron muchos los que decidieron juntarse porque nada lograba calmar su dolor ni hay pátina heroica posible para lo que pasaron. Porque saben que tienen que revertir su “mala prensa” que parece exigirles que premediten cada uno de sus actos, que sean concientes de hasta dónde pueden llegar las imágenes televisadas. Por ejemplo, muchos de los que apoyan a Callejeros fueron criticados por celebrar el fallo que dejó al grupo en libertad. Nadie permitió leer desde otro lado esa imagen, pocos pudieron pensar en el alivio y la emoción que significaba para algunos que su banda favorita –su lugar de pertenencia– no fuera condenada.





No se puede pensar Cromañón como un hecho aislado, un accidente o una tragedia.





Y esa imposibilidad no es sólo del lenguaje, tiene que ver con una sociedad en condiciones de extrema precariedad que se puso en evidencia ese 30 de diciembre y se actualizó este fin de año con la muerte de Rubén Carballo, salvajemente golpeado por la policía antes de que pudiera entrar al estadio de Vélez para ver a Viejas Locas. Con 17 años y un fanatismo que creció puertas adentro, escuchando discos de la banda, Rubén murió sin siquiera poder saber cómo sonaba en vivo.





Ni la bengala





Osvaldo y Facundo se criaron en Lugano. Por su juventud no llegaron a formar parte de las bandas ricoteras, pero recuerdan haber visto pasar por el barrio las caravanas de pibes grandes que peregrinaban para ver a los Redondos. Ambos sobrevivieron a Cromañón cuando todavía eran apenas conocidos. Cuando salieron del boliche de Once, cada uno fue la primera persona con la que el otro se encontró, entonces se abrazaron. “Desde ahí que somos inseparables, la experiencia nos juntó”, dice Osvaldo.





Encararon juntos varios proyectos, entre ellos una agrupación política universitaria en Sociología que lleva las mismas siglas de Patricio Rey (la PR). “Elegimos el nombre en parte por el símbolo. Toda la efervescencia que había antes de la dictadura, la esencia militante de los 60 o los 70, el tema de las banderas, las bengalas, el agite, en los 90, con el descreimiento de la política, se pasó a la música, se corrió de lugar. Nosotros, como generación, la tenemos en el rock”, explica Facundo. Sin embargo, “a las marchas por Cromañón se va sin banderas, porque fue algo social, no algo partidario”, sostiene.





Sus acciones pululan entre el absurdo y la provocación: “para romper con la seriedad y el fatalismo discursivo político, donde todo es negativo”, define Facundo. Sus detractores los acusan de estar destruyendo el movimiento estudiantil, pero Osvaldo retruca: “La mayoría dice lo mismo: a la lucha ya, la revolución está a la vuelta de la esquina, se cae el capitalismo ya. Nuestra idea es romper con esos absolutos”.





Otros absolutos, pero absolutos al fin, aparecieron durante el juicio por Cromañón. Facundo: “Yo lo que veo es que no hay un culpable, sí hay responsabilidades infinitas. Culpable puede ser la cultura… Cromañón ya se había prendido fuego por una bengala cuando tocó Jóvenes Pordioseros. Chabán es culpable porque cerró las puertas, porque metió a fondo la capacidad del boliche, pero por otro lado vos sabés que el tipo fue el que ayudó al rock acá, entonces yo pienso que le tocó al gil que no le tenía que tocar. Y sí, las va a tener que pagar, pero de ahí a afirmar que Chabán es un genocida o Chabán mató a mi pibe… Es una línea re delgada”.








Osvaldo: “También hay una visión sobre los jóvenes, como descarrilados… Yo mismo he llevado bengalas porque formaba parte de esa cultura que sigue existiendo: cuando tocó el Indio en Tandil había bengalas. Me pasó que las vi y pensé Guau, qué bueno y al mismo tiempo Mirá qué pelotudo. Y si me pasa a mí, que soy sobreviviente, ¿cómo voy a pretender que para todos esté mal prender una bengala? El tema es complicado. Uno toma conciencia pero también tiene que seguir viviendo. Cuando salís, te tira localizar la salida, los matafuegos… pero si no los tienen no vas a llamar a la policía, porque Argentina ya es un lugar precario”.





Ni el Rocanrol





Antes de que empezara el juicio la web oficial de Callejeros recibía por día 1.300 visitas y su foro fue espacio de debate para empezar las acciones con la idea de discutir el discurso de los medios que acomodaba Cromañón en su falsa utopía de objetividad. Los sobrevivientes querían formar parte del relato, asegurarse la presencia y la vigencia, algo que, aun siendo obvio, había que pelear. “Si nadie dice nada, la acción pasa desapercibida y parece que a todos nos chupa un huevo, cuando no es así –reflexiona Koku, sobreviviente, administrador del foro y fanático de la banda–. Además, en las marchas se decían cosas con las que la mayoría de los sobrevivientes no estamos de acuerdo y ese lugar también nos pertenece”.





Así aparecieron los volantes, los stencils y esas remeras amarillas que pedían “Basta de culpar a Callejeros” (antónimas de las que condenan “Callejeros culpable”, mejor aceptadas entre los padres). Pero su intervención más acabada fue el banderazo: juntarse entre todos y colgar banderas, armar una especie de recital sin músicos. La mañana del 19 de agosto de 2008, el día que arrancó el juicio, como también el día que terminó, un año después, se organizaron en simultáneo en Capital (frente a Tribunales), Mendoza, Mar del Plata, Santa Fe, Rosario y Bahía Blanca.





Koku tiene hoy 23 años. Cuando el tema Cromañón se instaló en la tele, Pato Fontanet -cantante de Callejeros– lo llamó después de leer una carta donde Koku explicaba punto por punto por qué están equivocados los que señalan al grupo como responsable. Pero aunque la consigna alcanzó popularidad y asoció a sobrevivientes y seguidores de la banda, “Basta de culpar a Callejeros” no se define como agrupación, “es una leyenda, nada más –asegura Koku-. Si vos me preguntás a mí por qué lo hago, yo digo que es porque estuve ahí y quiero justicia, no quiero hacer política, y creo que es lo que le pasa a la mayoría”.





La fiesta triste





Es conocida la idea que subyace a la celebración del carnaval: el mundo dado vuelta. Mientras dura, el pobre es rico, y el mendigo, rey. En ese orden de cosas, la murga (expresión rioplatense de aquel ritual) podría devolver los muertos a la vida.





Los que nunca callarán es una murga que nació a fines de 2005 integrada en su mayoría por sobrevivientes y familiares de Cromañón. Autoafirmando su motivo de existencia, los integrantes (que a veces llegan a 30) ensayan en una esquina sobre la calle Jorge Newbery, junto al paredón del cementerio de la Chacarita. Siempre fueron conscientes de su potencial terapéutico: “Gracias a la murga fuimos recuperando la alegría y las ganas de divertirnos. Nos devolvió la libertad y nos hizo entender que volver a ser feliz no significa olvidar”, reflexiona Juan, hoy murguero.





Salteño radicado en Buenos Aires, Juan también tiene 23 años. Trabaja en una fábrica de ropa en Flores pero viste una remera de los Redondos más que gastada. Aquel diciembre perdió a dos amigas y dice que nunca más se pudo despegar de Cromañón: “Al día siguiente volví, y volví todos los días durante semanas enteras”. Habla lento y bajito. Poco a poco logró salir de la hipnosis yendo a las marchas, en las que empezaba a dar vueltas la idea de generar un espacio para los sobrevivientes.





Sin tener muy claro qué hacer, apareció un taller de murga: “Como un espacio donde poder canalizar, expresarnos, sin ningún objetivo específico”, recuerda Juan. Los colores, rojo y negro, surgieron automáticamente “por la identificación con los movimientos en lucha”. Para el 6 de noviembre de 2005 Los que nunca callarán convocaron a un primer encuentro en su zona, la Plaza Los Andes. Fue un fin de año movido. Debutaron en Parque Patricios. Al otro día actuaron en Munro para un homenaje a las víctimas. Pero su fecha histórica es durante la marcha por el primer aniversario en Plaza de Mayo. “No sabíamos cómo íbamos a reaccionar emocionalmente –reconoce Juan–, pensábamos que no íbamos a poder salir, se nos partía el alma y había que cantar y bailar. Pero nos dimos cuenta de que a través de la murga podíamos expresar nuestra bronca, nuestro dolor y nuestras ganas de cambiar este sistema de mierda que hizo posible Cromañón.”





Cierra Facundo, de la agrupación PR: “Hay diferentes posiciones pero para nosotros es bastante denigrante que se haya juzgado solo a Chabán, a Callejeros y a algún comisario o bombero. No creemos que el mismo sistema que mató a los pibes se juzgue a sí mismo.








Cromañón no es un hecho aislado, es parte de esta Argentina y de este sistema que provoca tantos otros crímenes sociales”.
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Los números del desastre





Cromañón estaba habilitado como local bailable Clase C con capacidad para 1.031 personas. La noche del 30 de diciembre de 2004 Sadaic contabilizó 2.811 asistentes al recital de Callejeros.








Los muertos son 194, a los que luego se sumaron dos fallecidos por secuelas del incendio. Una cuenta sencilla arrojará el número de sobrevivientes: 2.615. Pero sólo 1..530 personas son las que recibieron atención médica esa noche o después. Por lo tanto, en los registros oficiales hay 1.085 posibles sobrevivientes de los que nada se sabe. Cromañón también carga con las muertes de 6 mamás y 8 papás, en varios casos, por suicidio.





Las sentencias





El 19 de agosto pasado el Tribunal Oral 24 condenó por unanimidad al manager de la banda, Diego Argañaraz, a 18 años de prisión, por ser quien había firmado los papeles para la organización del recital. Los músicos fueron absueltos. La condena para Omar Chabán, gerente del local, fue de 20 años; 18 para el subcomisario Carlos Díaz y apenas 2 años excarcelables y cuatro meses de inhabilitación para ejercer la función pública para dos empleadas del Gobierno de la Ciudad, Fabiana Fiszbin y Ana María Fernández.

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