viernes, 25 de diciembre de 2009

CON LOS NIÑOS NO SE JUEGA


Por Orlando Barone


Me permito llamarle niño burgués a un modelo estándar del que somos sus predecesores genéticos ya fatalmente estropeados por años de saciedad e insatisfacción en continua alternancia.Somos ex niños productores de nuevos niños en el vano intento de exculparnos de nuestra deserción inconsolable. Es de una obviedad de televisión acordarse otra vez de esa frase de consecuencia infanto letal, que decía: “...para los niños pobres que tienen hambre y los niños ricos que tienen tristeza”. Fue más fácil lograr que los niños ricos visitaran Disneyworld y ya no tuvieran tristeza, que lograr que los niños pobres dejaran de tener hambre. Hasta la imaginación se envició y causa inequidad y diferencias: hoy están los niños que tienen el sueño ocupado por el universo de Bill Gates y de Harry Potter, y los que lo tienen ocupado por los efectos del paco o el temblor de las llamas de la fogata encendida en el tacho para no congelarse. La palabra niño, a la par de madre –no tanto padre– es dueña de una demagogia imbatible. Igual pasa con la palabra pobreza, que hace que al pronunciarla cualquier “cacatúa” sueñe con la pinta de Gandhi o del “Che”. Use poncho, chal, traje o sotana púrpura. Las tradiciones predican que la infancia es la inocencia: el estado anterior a la falta. En la cultura hindú la infancia es balya, el estado previo a alcanzar el conocimiento.


Nuestro lunfardo, más prosaico y realista, eligió Niño bien para escrachar a un aniñado adulto reventado por la gula patricia, estanciera y terrateniente. Sé que con los niños no se juega y que la infancia no es un juego de niños. No sé si leyeron esa inolvidable sátira de Jonathan Swift. La de las recomendaciones para que los niños pobres no sean una carga para aquella Irlanda de 1729. ¿Cómo lograrlo? ¡Comiéndoselos! Switft estaba harto de tanta hipocresía británica. De la prosperidad y la nobleza indignadas desde sus carruajes por la miserable vista de calles atestadas de madres con proles desharrapadas y pulguientas. No los inquietaba el origen de la miseria, que llevaban consigo; sino que los asqueaba estar obligados a aguantar esa lastimera estética de niños sufrientes. Cuenta Swift: “Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y no dudo que servirá igualmente en un fricassé o un ragout... He calculado que como término medio un niño recién nacido pesará doce libras y, en un año solar, si es tolerablemente criado, alcanzará las veintiocho. Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo tanto muy apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos... Suponiendo que mil familias de esta ciudad serían compradoras habituales de carne de niño, además de otras que comerían en celebraciones, especialmente casamientos y bautismos: calculo que en Dublín se colocarían anualmente cerca de veinte mil cuerpos, y en el resto del reino (donde probablemente se venderán algo más baratos) las restantes ochenta mil”. El problema es el colesterol y el alto contenido graso. Sea en Irlanda, en Laponia o en la Argentina. ¡Cómo abarcar a la niñez entre el pelotero, la pelota y los niños hechos pelota! Los del pelotero son los más caprichosos. También los padres. Los padres de niños burgueses insaciables no sueñan sueños insaciables sino insaciables realidades. La tendencia es privilegiar lo que se toca a lo que se imagina. Esa transferencia es la inspiradora del shopping y la del Día del Niño, aunque no se la confiese. El niño burgués insaciable seguirá el ejemplo de sus padres y abuelos atados al síndrome de la góndola. Al contrario de los niños que tienen de noche pesadillas de que al despertarse el único pan que quedaba sobre la mesa se lo comió el hermanito, el niño a que me refiero tiene pesadillas de que al despertarse sus padres lo van a querer obligar a tomar la chocolatada, el cereal, el yogurt de leche de vaca cebada de feed lot y las tostadas con jalea orgánica. Los niños nos representan. No hay sublimación de la nostalgia que redima; no hay implante, cirugía, tour, pilates ni cama solar que repare al adulto. Somos niños muertos jugando a estar vivos y haciéndoles gracias sin gracia a los niños.


Habría que mirar bien a los niños a la cara y verificar qué cara tendrán cuando sean grandes. Nosotros somos el resultado. No hay crápula ni canalla que no haya sido niño. Desde el verdugo hasta el calesitero que le hace sacar la sortija al chico que más plata invierte en la calesita.


Ensayen el ejercicio de imaginar cómo eran de niños tantos hijos de puta actuales. Aunque parezcan jugar en el equipo de los buenos. La infancia no garantiza nada. Es una ilusión que ilusiona. Es el estado de la vida más azaroso; más incierto. Y más esperanzado y desesperanzado a la vez. Un viejo, al menos, es una prueba empírica, un desenlace. Es lo que es. No es lo que no es. Un niño es una promesa. ¿De qué? La humanidad no parece la consecuencia de infancias bien resueltas. Y no hablo de Michael Jackson, que me merece piedad; ni de los pederastas que están tan de moda. Tampoco pretendo oscurecer este día.


Sino al contrario: aclararlo. Yo también fui niño. La mejor manera de celebrarme como fui entonces, es volver a buscarme. Si es que el niño todavía me recibe después de haberlo abandonado.

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