domingo, 8 de noviembre de 2009

ENTRE LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN, EL NEOLIBERALISMO Y LA ACTUALIDAD


Por Ricardo Forster


Cercanos a esas fechas redondas que permiten hacer una evaluación de lo acontecido, en este caso la que marca los 20 años del derrumbe del Muro de Berlín que anticipó la caída estrepitosa de la Unión Soviética, se vuelve imprescindible recorrer, hacia atrás, lo que fue dejando entre nosotros ese vertiginoso cambio de paradigmas. Porque no se trató apenas ni solamente de la disolución del mundo bipolar ni tampoco de la crisis, leída como terminal, del marxismo y de su gramática igualitarista. Lo que aconteció de un modo dramático fue el pasaje a una nueva cultura, un abrupto giro civilizatorio que pareció devorarse con apetito voraz cualquier proyecto alternativo al de un capitalismo depredador y globalizado, capaz de convertirse en el puerto de llegada y de cierre de la historia a través del encuentro definitivo de la economía de mercado y de la democracia liberal. Nada, apenas los saldos menores de historias insignificantes que persistían en atrasar su propio reloj, podía contener la expansión desenfrenada e ilimitada de una economía-mundo capaz de reducir la compleja y ardua trama de las sociedades humanas a su propia y excluyente lógica. Ese, al menos, fue el relato que se impuso y que recorrió todas las geografías del planeta anunciando el arribo tan anunciado al fin de la historia y a la muerte de las ideologías.La larga agonía del sistema soviético, una agonía precedida por su propia decadencia y sus desmesuradas inclinaciones hacia la autodestrucción forjada desde los lejanos tiempos del estalinismo, no sólo contribuyó a dañar, tal vez por generaciones, al socialismo sino que también habilitó el despliegue hegemónico de un capitalismo liberado de sus contenciones y lanzado a una carrera sin árbitros ni contendores que pudieran equilibrar la violencia de su dominación universal.Al caerse todas las barreras, al disolverse los puntos de equilibrio y de conflicto, al derrumbarse las exigencias que la propia dinámica de una historia no resuelta le planteaban al sistema, lo que amaneció, junto con el estallido del paradigma soviético, fue un capitalismo con un rostro sin maquillajes; un capitalismo que pudo, en su giro neoliberal, deshacerse de sus antiguas concesiones bienestaristas, aquellas que surgieron al calor de la crisis del ’30, del miedo que las diversas experiencias socialistas generaron entre las clases dominantes, para abrirse hacia un juego sin velos ni simulaciones en el que los jugadores, los triunfadores de la Guerra Fría, podían, al fin, mostrarse como lo que efectivamente eran.Entramos en una época dominada por el relato hegemónico del éxito, de la riqueza, de los lenguajes omnipresentes del mundo empresarial y del mercado. En una época que giró locamente alrededor de la más feroz de las especulaciones al mismo tiempo que fue movilizando sus recursos ideológico-culturales para apuntalar ese abandono de cualquier referencia a la igualdad, el bienestar, el rol regulador del Estado, la participación activa de las clases populares y la relación, cortada de un solo tajo, entre democracia y distribución equitativa de la riqueza. Lo que se aceleró fue el pasaje a una cultura del consumo, el hedonismo y el hiperindividualismo –de quienes quedaban de este lado del mercado y se convertían en los nuevos ciudadanos-consumidores– asociada a la cristalización del aquí y ahora como el punto de inicio y de cierre de toda temporalidad. Ni pasado ni futuro, sólo un presente absolutizado alrededor de la lógica del instante y de la fugacidad enhebrada con el movimiento envolvente de la mercancía. A gastar y a consumir aunque a la vuelta de la esquina emergiera la amenaza del daño ecológico irreparable junto con la multiplicación, como efecto de las propias necesidades del capitalismo primermundista, de la desigualdad y la pobreza en la mayor parte del planeta.Sin pudor el capitalismo apareció dominando la totalidad de la escena y con la certeza, eso al menos se creía, de no encontrar ningún desafío a su ilimitada expansión. En un par de décadas se produjo una alquimia fenomenal entre las necesidades del mercado global (global para la circulación de las mercancías de acuerdo a los intereses del imperio y de sus socios, y absolutamente restringido y policial para la circulación de los cuerpos, en especial los provenientes de un Tercer Mundo hambriento y desolado por las políticas que el neoliberalismo fue diseñando en la mayor parte del planeta), y la transformación, también audaz y vertiginosa, de los imaginarios sociales apuntalando la emergencia de nuevas formas del sentido común que tendieron a naturalizar los “valores” desplegados desde el interior de la maquinaria del sistema. En este sentido, el giro neoliberal del capitalismo, anunciado en los primeros ’80 por Reagan y Thatcher, buscó enlazar los cambios económicos con la modificación del rol del Estado y la mutilación de aquellas formas culturales resistentes a la nueva etapa de acumulación del capital. Entramos de lleno en una revolución simbólico-cultural que vino a afianzar lo que la economía y la política estaban logrando. Tal vez por eso resulta más difícil despejar el peso de lo ideológico sobre las conciencias ciudadanas que poner en evidencia las falacias económicas del neoliberalismo.


La astucia del sistema le permitió desarrollar, a partir de las grandes corporaciones mediáticas, una profunda y decisiva transformación de los imaginarios sociales y culturales para adaptarlos a las necesidades del nuevo orden emergente.2. Veinte años de hegemonía neoliberal que, entre nosotros, dejaron marcas muy profundas tanto en la superficie del tejido social como en lo más íntimo de las conciencias. Por eso resulta todavía más relevante lo que viene sucediendo desde hace unos años en Sudamérica, quizá la única región del planeta en la que se ha cuestionado con firmeza el dominio imperial. Un cuestionamiento que tiene sus particularidades y sus diversidades porque no es lo mismo lo que ocurre en la Bolivia de Evo Morales que en el Brasil de Lula, en la Argentina de los Kirchner que en la Venezuela de Chávez, para nombrar apenas cuatro de los países en los que se han abierto procesos más que significativos. Lo más arduo sigue siendo batallar en el campo cultural, en ese territorio duramente hegemonizado por la corporación mediática que se ha constituido en el eje alrededor del cual ha girado y lo sigue haciendo el discurso de las derechas contemporáneas. Y sin embargo se han abierto procesos riquísimos en los que la disputa por el sentido ha logrado recuperar perspectivas que parecían haber sido arrojadas al vertedero de la historia por la avalancha neoliberal.Entre nosotros los puntos de inflexión, aquellos que han horadado la lógica dominante, han atacado algunas cuestiones fundamentales de esas que permiten disputar el sentido común rescatando, al mismo tiempo, tradiciones democráticas y populares que habían padecido el abrumador ejercicio de la rapiña ideológica y del desgaste magnificado por el derrumbe, junto a la bancarrota inaugurada por la caída del Muro de Berlín, de las experiencias transformadoras de raíz socialista.No se trata, eso es obvio, de una recuperación melancólica de esas tradiciones sino de la reinvención, en nuestras actuales circunstancias, de las prácticas y de las ideas que renueven las perspectivas emancipatorias.


En este sentido es posible enlazar, como partes de un mismo giro, las tres medidas más relevantes tomadas por el gobierno de Cristina Fernández: primero, la recuperación del sistema estatal de jubilación con todo lo que significa en términos de una durísima disputa por el sentido común y contra la naturalización de prácticas articuladas desde la lógica del egoísmo propias del capitalismo financiero especulativo; segundo, la sanción de la ley de medios audiovisuales que abre la posibilidad de quebrar la monopolización de los lenguajes comunicacionales para amplificar democráticamente la participación de otros actores capaces de ofrecer otras miradas de la realidad; y tercero, la decisión de ampliar las asignaciones por hijo a los sectores más vulnerables de la sociedad atacando de lleno a la pobreza.Tres decisiones que apuntalan la búsqueda de otro modelo y que, por sobre todas las cosas, le devuelven a la democracia una intensidad y una potencialidad que se habían extraviado en las últimas décadas de la mano del predominio casi absoluto de las lógicas privatizadoras y mercantiles. Signos, tal vez, de que la apropiación triunfalista que el capitalismo neoliberal hizo del derrumbe soviético inicia su propio crepúsculo. Señales de que la historia, lejos de haber quedado convertida en una pieza de museo, sigue ofreciéndonos brechas por las que pueden colarse nuevamente alternativas capaces de movilizar a nuestros pueblos hacia la búsqueda de una sociedad más justa y equitativa.La mirada retrospectiva, esa que gira hacia el pasado y en este caso se detiene en los acontecimientos de hace 20 años, no desea repetir lo ya sucedido ni busca reiterarse en experiencias que han fracasado; su papel es interpelar críticamente al presente para impedir que las formas más salvajes de la injusticia y la desigualdad continúen su marcha triunfante. Lo que parecía clausurado de una vez y para siempre, aquellas ideas que parecían hacer mutis por el foro cargando toda la responsabilidad de una experiencia frustrada y frustrante, encuentran hoy, en las inesperadas circunstancias argentinas y latinoamericanas, una inédita oportunidad para recrear nuevas formas de participación popular amplificando la idea misma de democracia salvándola de su mera conversión, como en los años del neoliberalismo, en cáscara vacía al servicio de la concentración de la riqueza y del poder en cada vez menos manos. Ojalá, entonces, que algo hayamos aprendido primero del derrumbe de un sistema que asoló al propio socialismo haciéndolo en su nombre y, segundo, del hegemonismo de un orden económico-cultural que amenaza con llevar a la humanidad hacia la catástrofe.

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